Educación sexual a la mexicana con Hermosillo

En una época en la que los conocimientos sobre placer, identidad de género, orientación erótica y otros temas sobre sexualidad eran un gran tabú, el cineasta creó marcas indelebles en torno al deseo, a la transgresión.

Jaime Humberto Hermosillo (Twitter: @RealGDT)
Verónica Maza Bustamante
Ciudad de México /

Lo enseñó Jaime Humberto desde La verdadera vocación de Magdalena (1971), su primer largometraje: si hay que decidir entre la represión y la libertad, cada quién ejercerá su libre albedrío, pero sin duda resultará más divertido transgredir las pautas sociales para ejercer una sexualidad sin tapujos, aunque el dedo flamígero de la Iglesia, con sus fieles, y de la clase “acomodada”, con sus prejuicios, señale lo contrario.

Angélica María, la Novia de América que le da vida a la protagonista, pierde la virginidad en plena era hippie con el roquero Emeterio, quien tras introducirla a los asuntos del cuerpo se ve obligado a casarse con ella y poco después se vuelve víctima de un plan maquiavélico en donde aparece una supuesta hermana gemela de Magdalena, quien termina bailando desaforadamente, envuelta en un hornazo de mota y drogas diversas, en el famoso Festival de Rock y Ruedas de Avándaro, en donde descubre su verdadera vocación: el ejercicio del amor libre, de una sexualidad sin límites, de una vivencia que la transforma aunque, en apariencia, sea una devota habitante de un convento de hermanitas de la caridad.

Las escenas del peace and love en una época en donde se censuraban desde los pezones hasta los conciertos de rock fue una primera advertencia de las capacidades de Hermosillo para sacudir conciencias, liberar demonios y ofrecer a las juventudes de diversas épocas la posibilidad de acercarse al amor a la mexicana para llegar a esa Ítaca prometida llamada libertad sexual.

Después, los espectadores deambularon por la muerte como aparente única salida de dos hombres atosigados por matrimonios aburridos (El cumpleaños del perro), por la pasión explicada por una tal Berenice (que mostró a Pedro Armendáriz Jr como ese modelo machista de varón sexoso que lo convirtió en una réplica de su padre pero en los locos setenta), mientras que en 1978, Alma Muriel y Julissa, así como José Alonso, se reafirmaron cual íconos sexuales en Amor libre, donde Jaime Humberto muestra dos visiones opuestas del amor y el deseo.

Un año después llegó María de mi corazón, con argumento y guión (que después se convertirían en cuento) de Gabriel García Márquez, en donde la delgada línea azul entre la locura y la cordura se fusiona con la pasión, aunque el cineasta se saltó la barda meses después al atreverse a hablar en cine sobre la condición transgénero al tener como protagonista a una Adriana que había sido Adrián, con Isela Vega dándole vida y siendo la parte dominante en una escena erótica inolvidable con Gonzalo Vega, quien lucía mostacho y el aplomo de hombre de verdad típico de principios de los ochenta en Las apariencias engañan.

Ya encarrerado, en 1984 estrenó Doña Herlinda y su hijo, oda al poliamor sin barreras de orientación sexual pero sí con amarres sociales en donde todo mundo se hace de la vista gorda para poder ejercer el placer a su medida, aprovechándose del “aquí no pasa nada” cual si fuera secreto de confesión.

Para entonces, ya estaba claro por qué línea prefería caminar Jaime Humberto Hermosillo en la cinematografía. Era un director de culto despreciado por las buenas conciencias, admirado por los rebeldes, imitado por unos cuantos noveles aspirantes a cineastas que supieron reconocer en lo suyo un arte indeleble.

Hora de hacer la tarea

Después de pasar por un Clandestino destino, de mostrar las Intimidades de un cuarto de baño, en 1990 llegó a una de sus obras célebres: La tarea. Fue glorioso ver la película en la enorme pantalla del Cine Latino (en aquellos días en los que no había tantos comerciales ni butacas de astronauta pero existía la permanencia voluntaria), sudando la gota gorda mientras los asistentes apreciábamos la mítica escena de María Rojo (caracterizando a Virginia) y José Alonso (Marcelo), en todo el esplendor de sus rostros y sus cuerpos, teniendo un encuentro sexual tan cachondo como incómodo en una hamaca de hilo blanco, made in Mérida para el gozo público.

Esa secuencia se convirtió en la fantasía erótica de toda una generación que usó como palabra clave aquello de “hacer la tarea” para resignificar el derecho al placer, haciendo que esos artilugios para el descanso se convirtieran, como bien mostró el maestro del lente, en lecho cachondo de dos almas inquietas como las que tanto le gustaban.

Fue difícil superar su obra hasta ese momento. ¿De qué otra manera se podía seguir hablando en el cine de lo transgresor, de lo eróticamente incorrecto pero no por ello de lo ausente de veracidad, intención, intensidad y belleza? De noche vienes, Esmeralda, fue otro buen regalo.

El año 2000 llegó. Hubo un cambio de estafeta generacional. Pero Hermosillo no hizo a un lado la casta; más allá del sexo estaba su maestría para hacer cine, para meterse en la profundidad del texto, de las actuaciones, del milagro mismo de la pantalla iluminada en una sala oscura, como se aprecia en Escrito en el cuerpo de la noche.

La homosexualidad volvió con Exxxorcismos y El malogrado amor de Sebastián, pero el tema había dejado de ser escandaloso. Su sello estaba ahí, el arte se notaba, no obstante, la realidad se había adecuado a la pantalla o la había superado. ¿Era eso un impedimento para el hombre que jamás dejó de hacer cine, que siempre buscó sacudir las ideas preestablecidas? No lo creo. Quizá, como en canción del chileno Manuel García, tan solo se volvió más viejo, más sabio y más bueno.

En InFelicidad se aparecen Ingmar Bergman y Woody Allen, el clavado en la imagen y el experto en clavadeces, para mostrar una cara nueva del amor y el deseo. Su última película, Crimen por omisión (2018), la trigésima primera, se apoya de una estética propia para mostrar un triángulo amoroso en donde la traición se une al corazón y la perversión a la desesperanza.

El gran Hermosillo nunca dejó de salirse con la suya. Jamás se rindió frente a un mainstream voraz en donde las historias debían ser de color pastel, y se volvió adalid de una educación sexual hecha de bulto pero no por ello poco valiosa. Fue maestro, aliado, cómplice, despertador de mentes, transgresor políticamente incorrecto que, con su muerte, deja un enorme legado audiovisual del que deberíamos enorgullecernos por haber sido hecho en México, ese país en donde todo es posible, incluso sobrevivir con fascinación al enorme mundo de Jaime Humberto.

lnb

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