Poeta de “desastre y la caudal pesadumbre de la sangre”, José Emilio Pacheco cumpliría este 30 de junio 79 años. Lo recordamos con cuatro poemas que contienen la inminencia de los irremediable: la vida del indeseable, los cerdos y la asfixia del pez.
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Indeseable
No me deja pasar el guardia.
He traspasado el límite de edad.
Provengo de un país que ya no existe.
Mis papeles no están en orden.
Me falta un sello.
Necesito otra firma.
No hablo el idioma.
No tengo cuenta en el banco.
Reprobé el examen de admisión.
Cancelaron mi puesto en la gran fábrica.
Me desemplearon hoy y para siempre.
Carezco por completo de influencias.
Llevo aquí en este mundo largo tiempo.
Y nuestros amos dicen que ya es hora
de callarme y hundirme en la basura.
Cerdo ante Dios
Tengo siete años. En la granja observo
por una ventana a un hombre que se persigna
y procede matar a un cerdo.
No quiero ver el espectáculo.
Casi humanos, escucho
alaridos premonitorios.
(Casi humano es, dicen los zoólogos,
el interior del cerdo inteligente,
aun más que perros y caballos.)
Criaturas de Dios, los llama mi abuela.
Hermano cerdo, hubiera dicho san Francisco.
Y ahora es el tajo y el gotear de la sangre.
Y soy un niño pero ya me pregunto:
¿Dios creó a los cerdos para ser devorados?
¿A quién responde: a la plegaria del cerdo
o al que se persignó para degollarlo?
Si Dios existe ¿por qué sufre este cerdo?
Bulle la carne en el aceite.
Dentro de poco, tragaré como un cerdo.
Pero no voy a persignarme en la mesa.
Preguntas sobre los cerdos imprecaciones de los mismos
¿Por qué todos sus nombres son injurias?:
Puerco marrano cerdo cochino chancho.
Viven de la inmundicia; comen, tragan
(porque serán comidos y tragados).
De hinojos y de bruces roe el desprecio
por su aspecto risible, su lujuria,
sus temores de obsceno propietario.
Nadie llora al morir más lastimero,
interminablemente repitiendo:
y pensar que para esto me cebaron,
qué marranos qué cerdos qué cochinos.
Ecuación de primer grado con una incógnita
En el último río de la ciudad, por error
o incongruencia fantasmagórica, vi
de repente un pez casi muerto. Boqueaba
envenenado por el agua inmunda, letal
como el aire nuestro. Qué frenesí
el de sus labios redondos,
el cero móvil de su boca.
Tal vez la nada
o la palabra inexpresable,
la última voz
de la naturaleza en el valle.
Para él no había salvación
sino escoger entre dos formas de asfixia.
Y no me deja en paz la doble agonía,
el suplicio del agua y su habitante.
Su mirada doliente en mí,
su voluntad de ser escuchado,
su irrevocable sentencia.
Nunca sabré lo que intentaba decirme
el pez sin voz que sólo hablaba el idioma
omnipotente de nuestra madre la muerte.
AG