En un deslumbrante libro que será publicado en Estados Unidos en septiembre, el novelista y cuentista Ben Fountain realiza una radiografía política, económica, social y existencial de su país, que muy probablemente se convertirá en una referencia obligada para comprender la época tan esquizofrénica que desembocó en la llegada al poder de un personaje como Donald Trump. Entre una enorme cantidad de viñetas asombrosas, narra cómo Ted Cruz decidió postularse como candidato a la Presidencia después de un rezo familiar de más de dos horas, en el que, de alguna forma que no queda clara, Dios le comunicó a su esposa Heidi que Ted debía buscar el rostro de Dios, no su mano, y eso condujo a la interpretación de que debía intentar ser presidente de Estados Unidos. En un mitin político presenciado por Fountain, el senador que introdujo al candidato encomió que, en tiempos de crisis, tras haber consultado qué hacer con sus asesores, finalmente Cruz se arrodillaría y pediría a Dios el consejo final para tomar su decisión: “Queda la impresión de que cuando Cruz se arrodille para recibir ese consejo final, probablemente escuchará lo que de antemano deseaba escuchar”, concluye Fountain.
Aunque este episodio funcione casi como caricatura del fanatismo religioso que deviene expresión política, me parece que no es sino el caso límite del mecanismo de pensamiento fundamental de la época, mismo que además podemos seguir en tiempo real, incesantemente, gracias a esa volcadura colectiva del alma que son las redes sociales. Y es que un simple vistazo rápido revela que antes que una discusión, lo que tenemos es una especie de duelo de verdades reveladas, que se expresan en sentencias categóricas que, además, casi siempre incluyen una especie de autoelogio ni siquiera tan tácito, que apunta a que el internauta en cuestión sabe y nos advierte lo que está por suceder, y por el hecho de ser unos incautos que no tomamos en cuenta su opinión, recibiremos en su momento nuestro justo merecido. Así como Ted Cruz tiene línea directa con Dios, los demás pareceríamos derivar nuestras ideas de manera casi axiomática, inevitable, a partir de la causa única a la que en algún momento decidimos adscribirnos. A causa de esto mismo, ni la duda ni el cuestionamiento tienen cabida, al menos públicamente, pues la convicción de eso que necesitamos comunicarle al mundo es tal que de ninguna manera podría ser de otra forma más que como se nos muestra. De ahí al insulto y la denostación o de un adversario específico, o del público en general (“¡Lean tal cosa!”. “¡Vean tal película!”. “¿Cómo pueden no darse cuenta de esto?”. “¡Piensen como yo!”), solo existe un paso minúsculo, pues la exasperación con la disidencia es una consecuencia natural de este pensamiento único, centrado por supuesto en uno mismo. La gran ventaja es que no hace falta ningún rezo prolongado para entrar en estado de trance, pues la deidad venerada nos acompaña en todo momento, ya que vive en nuestro interior, y está siempre dispuesta a aconsejarnos sobre cuál es la siguiente muestra de sabiduría sin la cual el mundo no puede continuar su errático devenir.