Nunca olvidaré la primera vez que miré el destello ámbar del sol angelino sobre las aceras y las palmeras de la ciudad demonio. Los aviones me abruman, esos sueños repetitivos de estrellarme en uno parece perseguirme de por vida. Crucé gran parte de Estados Unidos en autobús. Pesados reptiles nocturnos son los autobuses Greyhound, sorteando la montaña, el desierto. No necesito de mucho para pasarla bien: un poco de vodka y galletas Ritz, se puede soportar todo de esa forma; la última cena en forma en Las Vegas fue terrible. No elegí la ruta que llega a Hollywood, elegí aquella de la 7th St. Pensaba en todo esto, decían que llegar de día era más seguro, llegar a la siete era el infierno. Extremadamente necia, decidí el infierno. El grito de “¡fuck!” y los aplausos del negro que ocupaba el asiento de atrás me despertó de mis pensamientos. Habíamos llegado por fin. Mi corazón latía muy fuerte, me asusté, ese sol empezaba a calentar mis pobres y viejos huesos. Sí, uno es joven a los 16. Esperé a que llegara la persona que me recogería para llevarme a Huntington Park, por error le di mal la hora, tenía tres horas y media de sobra. Con mi enorme y vieja maleta negra decidí echar un vistazo. Caminé mucho, las calles eran largas, a esa hora no había mucho movimiento. Pregunté en un malísimo inglés dónde pasaban los autobuses para Hollywood, lo único que entendí fue la palabra Metro, después vi pasar un bus. Señaló la próxima parada, a dos pasos de él, imaginaria por supuesto, un negro trepado en crack. La bestia roja se alejó. Seguí caminando, algunos condominios de cartón, tiendas e improvisados capullos humanos de plástico y tela me desviaron hasta que llegué a lo que parecía un parque. Concreto, una malla ciclónica, algunas bancas, pic-nic style. En la entrada dos predicadores negros le hablaban a un oriental con el torso desnudo, mexicanos y otros quizás hondureños fumaban en latas mientras los escuchaban, uno llevaba una playera inmaculada que decía “J.C loves me” me dieron la bienvenida con torcidas sonrisas. Tuve miedo ¿cómo no tenerlo? No estaba en Eje Central, no estaban mis compitas del Tapanco para guamear. Hice lo correcto: sacar de la maleta lo que quedaba de mi botella de vodka, ponerme las gafas obscuras y sentarme sobre ella. Empecé a beber ahí. Se acercaron dos negras “adiós maleta” pensé mientras las veía llegar, solo me pidieron un pegue. Comencé a hablar, no lograba entender todo, les pregunté si sabían de algún hotel barato, entendí que la calle era el sitio más barato, también les pregunté dónde podía putear, contestaron dándome las calles en las que podía ganar algo de dinero. “Antes quiero ir a Disneyland” las chicas se rieron señalando un letrero de la parada del Metro que va al Reino Mágico, muy bien, en la intersección del infierno puedes desviarte e ir a la guarrada llamada Disneyland. Solo los guarros van a Disney, esos que creen que L.A es Disney. Muchos comunistas fans del Che han estado en Disney cuando logran tener visa, patético. Nada, concreto, sol, vagos, droga, putas, tiendas de licor, dílers, matones, indocumentados, predicadores, perdidos; me siento en familia así que comparto las últimas galletas que me quedan. A punto de meterme una galleta a la boca tiraron de mi pelo, una negra muy delgada reclamando algo. Me tiró un arañazo a la cara que logré esquivar, traté de levantarme pero una patada logró tumbarme, el vodka agolpado en mi sangre, no había elección, pelear por la maleta arrebatada. Intenté defenderme “no lo voy a lograr, es fuerte, está drogada, mis puños son como cosquillas en ese esqueleto color negro azulado”, una de las negras con las que hablaba le tiró una bofetada, aproveché eso para tomar mi maleta y la botella de vodka que había ha quedado tirada cerca de la zona de pelea. Me empujé ese último trago. Al más viejo estilo Garibaldi, estrellé la botella en la manija de mi maleta. Afortunadamente se rompió, me ha pasado que a veces no funciona. Los dientes de vidrio que quedan después son armas poderosas, pisé los pedazos “¡Fuck you!” grité con todas mis fuerzas. La negra azulada se atravesó a la otra acera y caminó hasta perderse. Me di la vuelta arriesgándome a que alguien me atacara por la espalda, caminé hasta la parada del Metro, ahí esperé mucho tiempo hasta que llegó. No tenía tarjeta así que tuve que bajarme y buscar donde comprar. Sin tener idea de nada caminé durante mucho tiempo hasta la calle cinco, los primeros edificios de vértigo, el centro financiero, las tiendas, el Metro subterráneo, compré una tarjeta. Decidí esperar el Metro e ir a Hollywood, tuve que tomar dos autobuses, me perdí, de pronto vi un letrero “Hollywood” ya estaba sobre Hollywood Blvd, caminé y vi otro “Sunset” vaya, nunca había estado tan cerca de mi sueño, conocer la pensión donde Charles Bukowski vivía, faltaba poco para husmear en los bares de Chinaski. Caminé, tuve la tentación de rentar una habitación mugrosa de esos moteles con palmeras y albercas, no lo hice, seguí hasta encontrar otra parada. Llegué a Vine Station, me senté a admirar esa intersección imaginando a Hank. Ahí va, borracho, cruza sin presionar el botón que estás obligado a presionar para poder cruzar la calle. Caminé hasta un bar, barato y sucio. Me acodé en la barra junto a otros desgraciados. Estaba en un país extraño, buscando el fantasma de Hank. Tomé un taxi a Longwood Ave, no encontré coherencia visual pero sí vivencial entre su literatura y ese apacible sitio, eso me gustó. Por más de 15 años tuve la sospecha que ese passe de escritor maldito, sucio y ebrio no era más que eso: un passe para vender un autor. Pude entender aquella frase “acabábamos solos y locos” no importa lo que hagamos. Ni realismo, ni sucio, acaso realismo solitario, trágico, hermoso, violento. La mirada trágica me dio tragos gratis en los bares angelinos, barfly insolente y rota, así caminé L.A hasta el fondo de la noche. La soledad no es sucia ni real, la soledad es ese alejamiento del mundo que experimentó entre diminutas habitaciones, en su casa rodeado de gatos, el hipódromo, la lavandería, la tienda de licores, Hollywood Blvd y finalmente su apacible y lujosa casa en Palos Verdes. Frente a su tumba le pedí un consejo sobre la salvación de mi alma hundida en alcohol, miseria y desamor, me mostró una señal noches más tarde cuando sin dinero esquivando mafiosos en la zona roja de Sunset un héroe me rescató. Una tarde decidí asomarme al restaurante que frecuentaba “Bukowski se sentaba aquí”, me dijo un amable mesero del Musso and Frank Grill. Fante, a quien admiraba Bukowski, también cenaba o comía en esta joya de sitio ¿creen todavía los ingenuos lectores de Fante que Angelo Musso existió? Para entender y sentir un libro no basta abrir los suplementos culturales o leer las reseñas de mala entraña, hay que seguir el corazón, las pistas, los escenarios, la vida del autor. Y no me vengan los puristas con que obra y autor no tienen nada que ver, se están engañando. Bukowski era un gran sentimental, los sentimentales no pueden ser realistas. Bukowski era ingenuo, ingennus: libre de nacimiento opuesto a los esbirros. Puro y cándido, un hombre capaz de recoger un gato callejero. Las mujeres y los hombres libres no pueden ser realistas, el realista está condenado por lo tangible. Bukowski en su cuento “No wing high” (Septuagenarian Stew, Black Sparrow Press) resume todo lo que fue y es su literatura “acabo de ver a ese Solzimer despegar rumbo al espacio”. Solzimer, esa palabra que elevaba al protagonista por los aires, esa palabra que he pronunciado cuando quiero escapar de una gresca o de mi casero. Pensaba en eso mientras miraba los sillones, entendí su afición al Musso, pedí “lo mismo que comía Bukowski, por favor”, un pollo delicioso, una copa generosa del vino de Musso. Hank: no regreses, este mundo está poblado de imitadores tuyos y personas que hablan de ti como un estereotipo barato. “Sigue muerto y mándame otra señal”, pensé mientras devoraba el pollo, terminé mi copa “invitación de la casa” el mesero puso una botella en mi mesa. Salud Chinaski. Al salir de ahí borracha de muerte y vida anochecía, tomé un taxi a Huntington Park.
La ciudad de Bukowski
En Los Ángeles, tras la huella del escritor extraordinario —héroe romántico, borracho y crápula—, la cronista camina maleta en mano, pica pleitos callejeros y se embriaga en bares y hoteles de mala muerte.
Ciudad de México /
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