La grafomanía de Anthony Burgess tuvo su origen en un diagnóstico fallido. Los médicos le anunciaron que un tumor cerebral lo mataría en un año, quizás dos, y él decidió apurar su talento para dejarle a su mujer una herencia digna.
Ésta es la historia que el autor británico se encargó de difundir y que hoy ponen en duda algunos críticos escépticos que tienden a creer que Anthony Burgess no es más que otra de las geniales creaciones de John Burgess Wilson, que así se llamaba en realidad.
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Si nos guiamos por la cronología oficial, la colección The ink trade: selected journalism arranca más o menos cuando a Burgess ya debía de resultarle sospechoso lo bien que se encontraba para que un bulto letal estuviera creciendo en su prodigiosa golová (significa cabeza en Nadsat, idioma inventado para la novela). Se trata de una recopilación de reseñas literarias y ensayos culturales —algunos de ellos inéditos— escritos entre 1961, año de La naranja mecánica, y 1993, año de su muerte. Por el momento sólo se puede encontrar en inglés y, atendiendo al descuido que sufre su obra por los editores en español, cabe prever que sea así por largo tiempo.
Los estudiosos dudan de varios episodios de su biografía pero pocos se atreven a cuestionar que Burguess era un genio. Su vocación más temprana fue la música y llegó a estrenar una sinfonía escrita con 18 años.
Cuando escribía de ficción embridaba su erudición para no convertirse en lo que Umberto Eco definiría como un apocalíptico. Es natural en alguien cuyo plan confeso consistía en escribir rápido, morir pronto y legar unos bonitos ahorros a su esposa Lynne. Sólo cumplió lo primero: falleció a los 74 de un cáncer de pulmón, 25 años después de que su mujer lo hiciera de cirrosis.
A su muerte, Guillermo Cabrera Infante dejó escrito que no había habido una mayor pérdida para la literatura inglesa desde Evelyn Waugh, "o para la literatura tout court". Y sin embargo es inconcebible lo difícil que resulta encontrar en español cualquier título que no sea la omnipresente La naranja mecánica o La Sinfonía Napoleónica que tan bien ha editado Acantilado.
¿Un placer culposo?
Leer a Burgess es placentero, sugestivo y divertido. Fácil, incluso cuando trufa su prosa de Nadsat, la jerga cuasirrusa que le inventó a los adolescentes brutales de su archiconocida novela. Lo que no es fácil con Burgess es recomendarlo. No sólo porque las ptitsas (chicas) que el pequeño Álex seduce en la tienda de discos y lleva a su casa para una sesión de sexo y Beethoven "no tendrían más de 10 años", en lugar de ser las voluptuosas mujeres que Stanley Kubrick pone en escena en la película. Tampoco por la crudeza con la que se refiere a los divertimentos pedófilos del escritor Kenneth Toomey y su amante y secretario, Geoffrey, en la descomunal Poderes terrenales.
Burgess también era polémico cuando no fabulaba. Ahora resultarían casi más escandalosas sus opiniones acerca del impulso masculino que requiere la escritura de ficción o que atribuyera a la enfermedad de Stephen Hawking una parte considerable del éxito de Una breve historia del tiempo. La otra parte del éxito se lo debía, según el crítico, a que resulta ininteligible:
"Su ininteligibilidad, así como la condición física de su autor, es ciertamente un factor en sus altas ventas. Porque, y esto es particularmente cierto en Estados Unidos, si un libro no es fácil de leer, se convierte en parte del mobiliario".
El valor literario de Poderes terrenales es extraordinario. Es una novela de una sensibilidad desarmante y un humor amargo y finísimo, que habla de la fe, la homosexualidad, la vejez y la verdad en una narración surcada por deliciosos artificios metaliterarios. No es autobiográfica, dicen que su protagonista tiene un mucho de Somerset Maughan, un poco de Noel Coward y algo de Anthony Burgess.
Quizás en ese algo se incluya alguna pista para leer su exótica biografía:
"Mi memoria resultaba sospechosa en dos aspectos, era viejo y era escritor. Los escritores con el tiempo transfieren la mendacidad de su oficio a todos los ámbitos de su vida".
ASS