Como mencionaba en mi artículo anterior, la desaparición de programas de la Secretaría de Cultura federal y otros presupuestos que “bajaban” (por ejemplo los “etiquetados” de la Cámara de Diputados) a cultura, se ha instrumentado ante el falso dilema de que su existencia era una robadera. Para cerrar el polémico caso de los “etiquetados”: estos estaban a discrecionalidad de los diputados, primordialmente de los integrantes de la Comisión de Cultura y Cinematografía que, cercanas las fechas a la promulgación del presupuesto para el siguiente ejercicio fiscal, se convertían en una especie de rockstars, y los artistas y agentes culturales tenían que hacer colas, suplicar citas y exponer en un pitching rapidísimo el porqué su proyecto debía ser apoyado para el año siguiente.
Una verdadera rebatinga en donde nos encontrábamos editores, teatreros, músicos, organizadores de festivales y un largo etcétera en los pasillos de San Lázaro para al final esperar, comiéndonos las uñas, la publicación de la lista de proyectos beneficiados. Los “etiquetados” surgieron como una alternativa a los también a veces caprichosos criterios del entonces Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Es decir: no pocas veces se apoyaron proyectos muy importantes con los “etiquetados” que jamás lo hubiesen sido bajo los criterios de los funcionarios del aparato cultural oficial.
La desaparición de este mecanismo bajo la excusa de “es que era una robadera” enmascara la ineficacia para dar vigilancia al ejercicio de tales recursos. Un verdadero proyecto cultural jamás alcanzó en un año más de 16 millones de pesos, como el Festival de Cine de Guadalajara o el Dramafest, que obtuvo cerca de 8 millones el año que más le dieron. Todos los demás proyectos de organizaciones de la sociedad civil (OSC) reales no obtenían más de 1 o 2 millones y muchas más menos que eso. La secretaria de Cultura actual lo sabe, las OSC culturales no eran el problema, lo eran las OSC construidas al vapor y sin ninguna actividad comprobable en el ramo.