La madrugada del lunes pasado, Armando Vega-Gil —figura esencial de la contracultura mexicana— tomó la decisión de suicidarse, horas después de haber sido señalado, en la página de Twitter tras el hashtag #MeTooMúsicosMexicanos, por supuestamente haber acosado a una menor de edad hace catorce años.
Cuando se dio a conocer la noticia, las redes sociales ardieron. Se formaron bandos: el de quienes defendían al movimiento feminista en boga, otro en donde se ubicaban los que defendían al bajista de Botellita de Jerez, reprobando la existencia de las denuncias anónimas, y uno más con las personas cercanas a Armando, quienes dudamos hasta de su propia muerte (conociendo su talento en el performance y por negación emocional), pero no demeritamos la necesidad de abrir los ojos frente a la problemática femenina.
Por desgracia, no fue una actuación.
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Hay dolores que duelen más; éste fue uno de ellos, para muchas personas que lo conocieron, lo quisieron y, el día de su funeral, le reclamaron en silencio haber tomado esa decisión.
Vega-Gil habló con amigas y amigos las horas previas a su resolución. A todos les dijo más o menos lo mismo: que no era culpable pero sabía que su nombre quedaría manchado para siempre. Su carrera como músico —los últimos años se presentaba con su “ukulele loco” para un público infantil— y como escritor estaba centrada, en buena medida, en los niños. Una acusación como la que le habían hecho le iría quitando contratos, audiencia, salario, y así hasta convertirlo en nada, como quedó registrado en una grabación.
Hay quien ve lo acontecido como una forma de escapar de una realidad que no quería afrontar. También hay quienes dicen que las mujeres en general “mataron” al Cucurrucucú. Yo lo veo como una persona inteligente y creativa que fue sintiéndose acorralada por la dinámica de un mundo en donde cada vez es más difícil ser feliz. Creo en él: lo que hizo fue una decisión voluntaria, libre y personal.
También sé que no hay una verdad absoluta, sino que cada historia está constituida por una serie de verdades personales. Cada quien asume la suya como cierta. Hay cosas que jamás quedarán claras sobre lo sucedido el domingo 31 de marzo, pero podremos vivir con ello. Con lo que es imposible seguir es con la división cada vez más marcada entre hombres y mujeres, con el odio por género, con el radicalismo, con la violencia. Somos, todos, seres humanos, carajo. Deberíamos tratar de comportarnos a la altura de ello.
La mejor manera de honrar la memoria de Armando Vega-Gil será reflexionando sobre las situaciones relacionadas con su muerte para poder llegar a conclusiones que nos alejen del dolor y la rabia que imperan en las redes sociales, nuevo hábitat para la desesperanza.
Las campanas que acompañan a los muertos han vuelto a sonar. Y, como hizo el propio Armambo tras la súbita muerte del guitarrista José Luis Domínguez hace unos años, yo coloco una hoja de oro en el pecho de Buda por su memoria. “Y lloro por quien venció a la muerte incluso en la muerte”. Larga vida, Armando. Hasta pronto.
ÁSS