Para Beatriz Rivas y Adriana Abdó
Extiendo mi baraja de recuerdos. En realidad no son tantos. Lo que pasó más bien es que cada encuentro, cada viaje con Armando Vega-Gil siempre fue memorable, interestelar. Todo fluía con una facilidad sorprendente. Como si la amistad fuera una ola inmensa y uno pudiera montarse en ella aunque no supiera surfear. Por supuesto, como la mayoría, lo conocí con la banda Botellita de Jerez en los ochenta. Tarareé y bailé sus canciones. Me encantaban la irreverencia ante todo lo que se moviera y los juegos de palabras llenos de albur y sentido Dadá. También percibir que eran parte del soundtrack de una juventud que todavía soñaba y resistía. La banda sonora de una generación y de mi propia vida.
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Luego me lo encontré como autor en las reuniones de amigos escritores. Yo lo miraba y como que no lo creía: ¿era el mismo Cucurrucucú que no más se le iba en puro rockanrolear este hombre sencillo y amable que hablaba de libros y se emocionaba como un adolescente ante las peripecias de la escritura? Intenso, exaltado como una liebre de marzo pero todo el año… A la vez su trato era tan cálido y tierno que uno podía sentir caricias que se desprendían de su mirada, de su voz, de su vehemencia, como si estuvieran especialmente dirigidas al corazón y la piel de su interlocutor.
Uno de los más grandes regalos de la vida fue viajar con él a Nueva York. También iban las escritoras Beatriz Rivas y Adriana Abdó, muy cercanas a su corazón y al mío. De todas las ciudades del orbe, la Gran Manzana es tal vez mi favorita. Pero nunca imaginé que hacerlo en tan dulces compañías tendría un sello fuera de serie. No sólo por la expo espectacular de Björk en el MoMA que nos tenía al borde del éxtasis, no sólo por el llanto que nos provocó el recuerdo de Lennon en Strawberry Fields de Central Park, no sólo por el Balthus en el Met que prometí enseñarles con un secreto particular para observadores avezados y que me hizo quedarles mal pues no estuvo disponible. Armando era músico de hueso colorado y todos los días íbamos a uno, dos y hasta tres conciertos o tocadas de un punto a otro de la ciudad, del blues a la salsa, de Gershwin a James Brown. Un recuerdo maravilloso e indeleble en el Blue Note: un concierto del gran Maceo Parker y su banda que nos conmovió hasta las lágrimas. Y yo siempre creí que ese ágape de felicidad había sido posible porque Armando estaba presente.
Unos días después fuimos a una tocada por los rumbos de Williamsburg: un reverendo que predicaba en ritmos de blues y funky nos tuvo coreando hasta la medianoche. Hambrientos buscamos lo único que había de comer en el lugar. Por increíble que parezca, unos muy buenos tacos al pastor en pleno Brooklyn. De pronto una jovencita se nos acercó. Le dijo a Armando: Yo te conozco. Él abrió los ojos en un gesto histriónico como de susto desmesurado. La chica dijo: Eres el Cucurrucucú de Botellita, ¿verdad? Armando sonrió realmente apenado. La muchacha prosiguió: ¿Sabes que mi mamá me arrullaba con tus canciones? Beatriz, Adriana y yo nos miramos maravilladas: eso sí era fama y no tonteras.
Así la baraja de estos recuerdos. Podría seguir, pero me sublevo. No inventes, Armandiux. ¿Cómo que te nos adelantaste? ¿Cómo que soltaste el harpa, el bajo, el ukulele? Seguro que te sentiste muy, muy acorralado, pero en palabras de Botellita: No pinches mames. ¿Cómo que no te íbamos a dar el derecho de réplica a ti, que eras la dulzura y la amabilidad en patas? Hoy, un día después de tu partida, me ha costado mucho levantarme. He llorado, he querido golpearte: una forma de defenderme y de abrazarte. Una mujer sin piedad pone en mi muro de Facebook, adonde hablé de tu ternura: “No hay monstruos puros, sólo en los malos cuentos”. Conoce de lo que habla. La hidra de la cerrazón y la intolerancia. El ansia caníbal por exterminar al que piensa diferente a nosotros y no se une a la comilona universal de esos monstruos propios que nos devoran por dentro y que quisiéramos poner afuera y solo en los otros. Y me revela que tal vez tenías razón: el daño estaba hecho. Aunque probaras tu inocencia.
Una cosa es cierta: la divinidad se mantiene indiferente a nuestras batallas y zozobras. Como dijera Tom Waits en una rola tremenda: “God’s away on business”. O la estupenda versión en español de Hernán del Riego: “Dios se fue a un bisnes”. O como dice la novela de Beatriz Rivas que tú y yo celebramos el día que paseábamos por la Frick Collection, pero que jugamos a no decirle nada para que no se le subiera: Dios se fue de viaje. Y sí… Debe de andar muy lejos y ocupado el muy cabrón —él, ella o ello— para dejarnos solos en medio de tanta confusión y desastre.
ÁSS