El marqués de Sade encarcelado por disfrutar de las flatulencias de las prostitutas. La majestad infecta del cardenal Richelieu adornada por un monaguillo balanceando un incensario. Siente sin tocar, es incontrolable, se arrastra a lo más prohibido de la memoria, el olfato, orificio de entrada al cuerpo para lo nauseabundo y obsceno, exquisito y delicado, sentido adicto, insaciable, come, fornica, persigue, indaga, no desprecia ninguna emanación, se embriaga y se obsesiona.
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Los olores, inasibles, infusionan con su golpe, espejo invisible de la miseria que producimos, ronquera profunda de la degradación humana, lo que existe hiede. Olfato impúdico, su curiosidad es enfermedad crónica, desde su vigilia, saborea, aprende, entre más acumula, más quiere, si el vicio es olvido, el olfato padece el vicio de la memoria. Sudor, suciedad, edad, enfermedad se perfuman y deforman con una envoltura penetrante, el olfato estalla en éxtasis, aullando su tiranía, exige ese adorno que no pesa, ese vestido que no cobija, esa voz que antecede y ensucia la partida.
En Florencia, Italia, se encuentra la perfumería más antigua del mundo, Officina Profumo-Farmaceutica di Santa Maria Novella. Los monjes dominicos iniciaron su labor en 1221, fabricando esencias en su huerto de hierbas. Europa podrida por la “muerte negra”, incineraban los cadáveres en las plazas, los monjes bendecían la fetidez mortal de las humaredas con Acqua di Rose, destilada de miles de pétalos de rosas. La ciencia de la vanidad en manos de monjes austeros y alquimistas, trabajan en elíxires que nos curan de estar vivos.
Catalina de Médici, reina de Francia y madre de tres reyes muertos, encargó para su boda el primer perfume con base de alcohol, Eau de la Reine, el aroma de la matanza de San Bartolomé, la sangre de los hugonotes, mezclada con aromas dominicos. El baño es el bautismo del cuerpo, bálsamo que consagra la fiesta del autoerotismo, hasta que el cuerpo obcecado en su proceso de degradación vomita los olores de su incesante muerte.
En 1612 abrieron la perfumería vendiendo jabones, esencias, ungüentos en un palacete barroco con pinturas al fresco en los muros, santuario idílico, los vapores flotan en la sala, el olfato confundido se entrega drogado en la densidad ancestral. Los jabones de almendra que Hannibal Lecter compró para Clarice, están ahí en las cajas amarillas, el doctor caníbal, erudito en la reunión de la carne con el dulzor del arsénico. Los Reyes llevaron al Niño del pesebre incienso y mirra. Inhalamos y exhalamos para vivir, en cada instante absorbemos lo que somos, los monjes dominicos sedujeron a la peste, a las reinas, a los cuerpos, y ungieron nuestra intoxicada vanidad.
ÁSS