Con todo respeto, capitán, no pienso esperar a que alguno de nosotros pase a mejor vida para decirte todo lo que pienso de ti, o de usted, disculpe, pues incluso ya se le otorgó un respetable Premio Nobel y a mí ni me conoce, así que me presento: me llamo José Agustín Ramírez y vivo en algún rincón de nuestra dimensión desconocida. Dicho esto, aclaro que yo, como todos sus admiradores de corazón, me imagino, casi siento que lo conozco. Déjeme decirle que he escuchado su amplio repertorio musical desde que era niño, desde siempre, le aclaro, esto gracias a la devoción que le profesa mi padre, y me refiero a don José Agustín, laureado escritor de la banda gruexa, celebriedad nacional, que a lo mejor usted no conoce pues no está traducido al inglés, pero le aseguro que también es un escritor muy perrón, y quizá hubiesen sido buenos amigos de haberse conocido, supongo, pues compartían demasiados puntos de vista literarios, filosóficos y musicales.
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Como le decía, mi jefe es uno de sus más fieles y antiguos admiradores mexicas, de hecho casi como un discípulo, un divulgador de sus palabras, traductor asiduo de sus canciones en toda clase de periódicos y revistas. Y yo, su tercer vástago, el más enano de los tres, he intentado seguir sus pasos, impresos en la arena de las playas acapulqueñas, pues nací con la semilla de las armonías fuertemente arraigada a mi espíritu.
Pero de vuelta allá en el pasado, recuerdo mi primer encuentro personal con su música, maestro, pues crecí literaria y literalmente bajo la sombra fresca y generosa de tus rolas, escuchándolas sin falta y con gran curiosidad cada vez que a mi padre le daba la gana, que era muy seguido.
Mi primer contacto personal con una de sus canciones fue en mi paso por la escuela secundaria, desde la primera hora de la mañana, y, previo a que se me arrojara a las fauces de la sociedad antropófaga en que malvivimos, adquirí por algún tiempo un pequeño ritual privado en el estéreo de la sala, aunque con el volumen muy bajito, pues mi padre hibernaba después de escribir como un poseso toda la noche. Escuchaba una rolita muy específica, mi capitán, y que, de sobra está decirle, me agarra el sentimiento, dirían los mariachis: es el “Bob Dylan’s dream”, de tu segundo disco, The Freewheelin’ Bob Dylan (1963), completamente rupestre, con la clásica guitarra de palo y la inseparable armónica al cuello.
Es una composición añeja y memorable, donde despliegas todos tus precoces dotes de escritor y juglar, con una breve narración autobiográfica sobre tus primeros amigos desaparecidos y los apresurados viajes que emprendiste siendo muy joven, cuando te fuiste de tu casa a rolar por los caminos, a conocer la bella Norteamérica, en el más puro estilo del On the Road de Kerouac. Hace poco, se me apareció una versión del “Sueño de Bob Dylan” en la voz de otro grande intérprete, Bryan Ferry, el ex cantante de Roxy Music, cuyas versiones de grandes clásicos roqueros lo han hecho, en su carrera como solista, no sólo más célebre, sino más hermano. En su voz tan tersa, la canción cobró vida otra vez dentro de mí, como una fogata hace tiempo apagada, y me despertó después de muchos años de sonambulismo. Me recordé a mí mismo de niño, oyéndola y deseando salir a conocer el mundo y vivir aventuras como aquel juglar trashumante, cosa que nunca ocurrió, pero a pesar de todo no pienso dejar que la llama se apague otra vez.
Tal como narraste en esa pieza, que yo escuchaba siendo sólo un morrillo en la vieja mansión de mis padres, vuelvo a colocar el disco The Freewheelin’ Bob Dylan y, escuchando tu querida canción, me atrevo a volver a soñar que quizá, algún día, logre escapar de aquí y de mí mismo.
Y ya hablando de viajes sin retorno, si me permites, me gustaría platicarte mi propio Bob Dylan‘s Dream, a ver si lo recuerdas como yo: una buena noche, desprevenido por completo de lo que me esperaba, al quedarme profundamente dormido me encontré a la mitad de un camino boscoso, vagando sobre una modesta carretera, entre la neblina que ocultaba cualquier rastro del sol y con cierto frío. Caminaba sin rumbo en medio de este escenario creado por el teatro de mis sueños, cuando, de pronto, un gran auto antiguo, de lujo, negro y brillante, pasó por el camino junto a mí y al verme se detuvo. Los vidrios estaban polarizados y nadie dijo nada, pero se abrió la puerta trasera de esta limusina, o sería por lo menos un larguísimo Cadillac negro. No teniendo mejor opción, abordé la nave y me encontré en un elegante interior de piel roja. Una vez allí, una voz distorsionada me indicó que me pusiera cómodo, e hiciera uso, libremente, de una cava repleta de alcohol y cajas de cigarros de todas formas, sustancias y sabores. La voz del interfón era irreconocible, pero algo en su timbre se me hizo muy familiar. ¿Ya te acuerdas?
Permíteme continuar con mi relato, si no tienes nada mejor que hacer, mientras bebemos de tu nueva marca de whisky. De vuelta en mi sueño, el auto avanza por la carretera a gran velocidad y de pronto, cuando se hace de noche, entra en una típica ciudad gringa, con sus rascacielos, sus autopistas y bulevares. Y yo con mi trago y cigarro en la mano, como un Cantinflas en casa de Pardavé, me refocilo en los asientos de piel mientras disfruto del paisaje citadino nocturno, hasta que comienzo a preguntarme quiénes son mis benefactores.
El Cadillac fabuloso y brillante, pese a su gran tamaño, se mueve entre el tráfico de la noche con fluidez y pericia, da vueltas como un auto de carreras y cada vez acelera más, ignorando semáforos rojos y policías de tránsito. Sigue su camino a través de puentes estilo Nueva York, y cruza por barrios bajos rodando frenéticamente, levantando el polvo o estallando en los charcos de lluvia, hasta que comienzo a preocuparme y ninguna cantidad de alcohol es suficiente para calmarme, ni la mota ni las pastas ayudan, y aumenta delirantemente mi curiosidad por conocer la identidad de mis secuestradores. Así que me acerco a la ventana cerrada y les toco el vidrio negro pidiendo que bajen la ventanilla. Pero siguen ocultos detrás de las carcajadas que les produce mi petición, que poco a poco se tornó súplica, cuando el auto gira como un reptil en la noche e ingresa en sentido contrario por una avenida repleta de automóviles. Dándome cuenta del peligro, les grité que quiénes eran, qué pretendían, que me dejaran bajar, pero todo eso sólo parecía divertir más a mis pilotos anónimos en su carrera contra el destino.
Los carros en sentido contrario pitaban con sus cláxones y los conductores gritaban, furiosos, toda clase de insultos y maldiciones, lanzando objetos contundentes contra la carrocería y las ventanillas, pero el Cadillac negro no se amedrentó, y continuó en contraflujo a todo lo que le daba el acelerador, olvidándose del freno y esquivando la embestida de los autos enemigos por milímetros, o de plano rozándolos y colisionando fugazmente, pero nada lo detenía, corría lanzando chispas al frotarse ligeramente contra la lámina de los otros pobres diablos, muertos de pánico que, desafortunadamente, se cruzaban en nuestro camino. Y cuando estaba a punto de rezar, la ventana que me separaba de la cabina se abrió, y ambos, los dos bromistas del camino, los retadores del peligro, se descubrieron, de entre las sombras y el humo, como quienes realmente eran. Se giraron para mirarme y estallaron en risas al notar mi rostro pálido de pánico; me sonrieron con camaradería, aún en contrasentido, ignorando ahora sí por completo el volante pues el auto parecía manejarse solo. Y entonces me palmearon las rodillas con fuerza, mirándome con gusto, como si me conocieran de siempre y me hubieran jugado tan solo una broma pesada. Una broma que aún no termina, por cierto, pues cuando me doy cuenta, con absoluta sorpresa, de quiénes son, el hábil piloto y su irreverente acompañante, el par de locos que me eligieron para cruzar la ciudad esa noche a contracorriente, una alegría narcótica me desarma por completo y me prepara para morir feliz y casi extático, pues al fin acepto la realidad absurda de mi sueño y reconozco finalmente a quien viene manejando.
El capitán de esa nave suicida e incontenible es ni más ni menos ¡usted!, ¡don Bob Dylan!, el querido maestro de mi padre. ¿Ahora sí ya me recuerdas, capitán, aún estás soñando lo mismo que yo? Y venías acompañado, por increíble que esto me pareciera, ¡por un intoxicado e hilarante Neil Young! Así que me doy un buen trago, sonrío y me relajo entre los rechinidos de llantas y gritos de pánico, me hundo en los asientos de piel roja y me desplomo en mi sueño, que se convierte en un telón de oscuridad, y ahora sí, entre el caos y los derrapones de mi confiable cochero, me duermo profundamente, hundido en mis sueños de rocanrol.
Pero bueno, let’s go back home, master, if you will, acá con don José Agustín, quien recientemente sufrió una leve caída, que le impidió caminar por varios días. Ahora, con dificultad, ha recuperado la capacidad de andar por el interior de su casa e inevitablemente pienso en ese anciano astronauta, al final de 2001: Odisea del espacio, a punto de convertirse en el embrión cósmico tras deambular por una especie de estación fuera del tiempo y el espacio. Pero en esta versión, mi padre no está solo, a su lado está mi madre y su esposa, doña Margarita, que valientemente enfrenta al dragón de su destino creado juntos, con una pequeña ayuda de sus amigos y las poderosas fuerzas de la naturaleza. Esto para que conozca de mi familia, antes que el barco se hunda, mi capi.
A mi lado, Karen ha vuelto a visitarme, y descansa leyendo Armablanca de José Agustín, acostada como toda una musa en silencio, en mi cama, sobre mi sarape de neón. Y de pronto, en tardes como ésta, escuchando las Trinity Sessions Revisited de los Cowboy Junkies, trato de ser uno con el Gran Espíritu y de olvidarme de la pesadilla al otro lado de la gran piedra y el pasto, cruzando el jardín y la alberca, en la Casa que Canta, y de mi padre inmóvil en su cama, un tanto enojado y confundido, mirando a la nada. Y sueño que todo tendrá que cambiar, para bien o para mal, que la rueda de la fortuna seguirá girando hasta que quizá nos permita escapar de nuestra prisión de piel. E intento imaginar que todo es como debe ser, y todo está bien en el Universo.
ÁSS