'Carta breve para un largo adiós', de Peter Handke

Adelanto

Lee un fragmento de la novela del escritor austriaco, cortesía de editorial Edhasa.

El autor austriaco Peter Handke. (Montaje: Ángel Soto)
Laberinto
Ciudad de México /

Jefferson Street es una tranquila calle de Providence. Bordea la zona comercial y desemboca recién en el sur de la ciudad, donde ya se llama Norwich Street, en la salida hacia Nueva York. De vez en cuando se ensancha en pequeñas plazas, donde crecen hayas y arces. En una de estas plazas, la Wayland Square, hay un gran edificio, al estilo de las casas de campo inglesas, el Hotel Wayland Manor. Cuando llegué ahí a fines de abril, el conserje tomó junto con la llave una carta del casillero y me entregó ambos. Ante el ascensor abierto, en el que ya esperaba el ascensorista, rompí el sobre, que por lo demás apenas si estaba pegado. La carta era breve y decía: “Estoy en Nueva York. Por favor no me busques, no sería lindo encontrarme”.

Hasta donde puedo recordar, estoy como hecho para el pánico y el susto. Las pilas de leña yacían muy desperdigadas afuera en la granja, silenciosamente iluminadas por el sol, después de que me llevaran a la casa por los bombarderos norteamericanos. Las gotas de sangre brillaban en las escaleras laterales de la casa, donde los fines de semana se carneaban liebres. Un atardecer, mucho más horrible por no ser noche aún, anduve a los tumbos, los brazos balanceándose ridículamente, por el bosque ya apagado, del que solo relucían los líquenes de los primeros árboles, frenándome de vez en cuando para gritar algo, en voz lastimeramente baja por el pudor, hasta que al final, cuando el espanto ya no me dejó sentir vergüenza, bramé desde el fondo de mi alma hacia adentro del bosque, llamando a alguien que amaba y que había entrado ahí a la mañana y aún no había salido, y otra vez yacían muy desperdigadas por la granja, incluso adheridas a los muros de la casa bajo la luz del sol, las suaves plumas de las gallinas escapadas.

Entré al ascensor, y mientras el viejo negro me decía que tuviera cuidado al pisar, tropecé con el suelo apenas elevado de la cabina. El negro cerró la puerta del ascensor con la mano y además corrió una reja; después puso el ascensor en movimiento con una palanca. 

Junto al ascensor para pasajeros debía haber uno de carga, pues mientras subíamos lentamente nos acompañó al lado un tintineo como de tazas apiladas, que permaneció igual durante todo el viaje. Levanté la vista de la carta y observé al ascensorista, que estaba con la cabeza gacha en el rincón oscuro junto a la palanca, sin mirarme. Su camisa blanca era casi lo único que relucía desde el uniforme azul oscuro... De pronto, como me pasa seguido cuando estoy con otras personas en un cuarto y nadie habla durante un tiempo, estuve completamente seguro de que el negro se volvería loco al instante siguiente y se me tiraría encima. Saqué el diario del abrigo, que había comprado por la mañana antes de salir de Boston, y traté de explicarle al ascensorista, señalando los titulares, que por la reciente apreciación de algunas monedas europeas respecto del dólar no me quedaba más opción que gastar todo el dinero que había cambiado para el viaje, porque al cambiarlo de nuevo en Europa recibiría mucho menos. A modo de respuesta el ascensorista señaló la pila de diarios debajo del asiento del ascensor, sobre el que estaban las monedas que había recibido por los que ya había vendido, y me indicó con la cabeza: los ejemplares del Providence Tribune debajo bajo el asiento llevaban los mismos titulares que mi ejemplar del Boston Globe.

Aliviado de que el ascensorista me hubiese seguido la corriente, busqué en el bolsillo del pantalón un billete que pudiera deslizarle inmediatamente después de que apoyara la valija en la pieza. Pero en la pieza sostuve de pronto un billete de diez dólares en la mano. Lo pasé a la otra mano y, sin sacar el fajo de dinero del bolsillo, busqué un billete de un dólar. Palpé un billete y se lo alcancé directamente desde el bolsillo al ascensorista. Era un billete de cinco dólares, y el negro cerró el puño sobre él enseguida. “Todavía no pasó el tiempo suficiente desde que estoy de nuevo acá”, dije en voz alta cuando me quedé solo. Fui con el abrigo al baño y miré más al espejo que a mí mismo. Luego vi unos pelos atrás sobre el abrigo y dije: “En ese micro se me deben haber caído los pelos”. Asombrado me senté sobre el borde de la bañera, porque era la primera vez desde chico que había empezado a hablar solo. Pero el chico hablaba en voz alta para inventarse una compañía, mientras que yo no podía explicarme mi soliloquio acá, donde en principio quería mirar en vez de participar. Tuve que reírme para adentro y al final, como loco de la alegría, me pegué con el puño en la cabeza, por lo que casi resbalo adentro de la bañera.

El piso de la bañera estaba revestido de un lado al otro de tiras anchas y claras que parecían apósitos y debían evitar los resbalones. Entre la visión de esos apósitos y la reflexión sobre los soliloquios enseguida se estableció una coincidencia tan incomprensible que dejé de reírme y volví a la habitación.


Delante de la ventana, que daba a un extenso parque con pequeñas casas, se erguían altos abedules. Las hojas en los árboles eran aún pequeñas y el sol brillaba a través de ellas. Subí la ventana, arrimé un sillón y me senté; apoyé los pies sobre el radiador, que conservaba un poco de calor de la mañana. El sillón tenía rueditas, y anduve rodando para un lado y para otro mientras miraba el sobre. Era un sobre de hotel, de color celeste; en el reverso estaba impreso: “Delmonico’s, Park Avenue at Fifty-ninth Street, New York”. Pero el sello del dorso decía: “Philadelphia, Pa.”; la carta había sido despachada desde ahí hacía ya cinco días. “Por la tarde”, dije en voz alta, al ver las letras “p.m.” en el sello.

“¿De dónde sacó el dinero para viajar? —pregunté—. Tiene que andar con mucho dinero encima, una pieza ahí cuesta seguramente treinta dólares”. Conocía el Delmonico sobre todo de los musicales: entraba gente del campo bailando desde la calle y comía con torpes modales en compartimientos cerrados. “Por otro lado, no tiene sentido del dinero, en todo caso no el normal. Nunca se liberó del placer del trueque de la niñez, y por eso el dinero sigue siendo para ella un medio de trueque. La pone contenta todo lo que puede gastarse fácil o al menos canjearse rápido, y con el dinero tiene las dos cosas en una, gastar y canjear”. Miré tan lejos como pude y observé una iglesia, a la que el vapor de una fábrica de algodón hacía apartarse aún más; según el plano de la ciudad debía ser la iglesia bautista. “La carta estuvo mucho tiempo en camino —dije—. ¿Se habrá muerto, entretanto?”. Una tarde busqué a mi madre sobre un alto peñasco. De vez en cuando se ponía melancólica y yo creía que, si no se había tirado, simplemente se había dejado caer. Parado sobre la roca miraba el sitio abajo, donde ya empezaba a hacerse de noche. No vi nada especial, pero un par de mujeres que andaban juntas y habían apoyado las bolsas de las compras como después de un susto, y a las que se sumó otra persona, me hicieron buscar de nuevo retazos de ropa en las salientes de la piedra. No pude seguir abriendo la boca, el aire me lastimaba; todo en mí se había hundido profundamente hacia el interior a causa del miedo. Luego se encendió abajo el alumbrado público y algunos autos andaban ya con los faros prendidos. Sobre el peñasco todo estaba en silencio, solo los grillos seguían cantando. Yo pesaba cada vez más. También en la estación de servicio a la entrada del lugar se encendieron las luces. ¡Y todavía estaba claro! La gente en la calle caminaba más rápido. Mientras iba y venía con pasos pequeños por la punta de la roca, vi que entre ellos alguien se movía muy despacio, y en eso reconocí a mi madre, que en el último tiempo hacía todo con mucha lentitud. Tampoco cruzó la calle en línea recta, como de costumbre, sino que la atravesó con una larga diagonal.

Rodé con el sillón hasta la mesita de luz y pedí comunicación con el Hotel Delmonico en Nueva York. Recién cuando mencioné el apellido de soltera de Judith la encontraron en el registro. Hacía cinco días que se había ido, sin dejar una dirección donde remitirle la correspondencia; en su pieza había quedado de hecho una cámara de fotos: ¿debían enviarla a su dirección en Europa? Respondí que al día siguiente iría a Nueva York y buscaría el aparato yo mismo. “Sí —repetí, después de cortar—, soy el marido”. Para no tener que volver a reírme solo, rodé rápido hacia la ventana otra vez.

Sentado, me quité el abrigo y repasé los cheques de viajero que había cambiado por efectivo ya en Austria, porque se hablaba mucho de robos. El empleado del banco había prometido volver a tomarme los cheques a la misma cotización, pero la liberación del tipo de cambio debía eximirlo de su promesa. “¿Cómo voy a gastar acá los tres mil dólares enteros?”, me pregunté. De pronto me propuse vivir con este dinero, del que solo por capricho había cambiado tanto, de la forma más indolente y enajenada posible. Llamé de nuevo al Hotel Delmonico y pedí una pieza para el día siguiente. Como no había ninguna libre, le pedí al conserje, siguiendo una ocurrencia, que me consiguiera una pieza en el Waldorf Astoria: pero me interrumpí y, pensando en F. Scott Fitzgerald, que había estado ahí varias veces y cuyos libros estaba leyendo justo en ese momento, le pedí una pieza en el Hotel Algonquin de la calle 44. Ahí sí quedaba una libre.

Después, mientras dejaba correr el agua en la bañera, se me ocurrió que Judith debía haber sacado el resto del dinero de mi cuenta. “No debería haberle dado un poder”, dije, aunque en realidad no me importaba; de hecho me divertía, y estaba curioso por cómo seguiría, pero fue solo un momento, porque la última vez que la había visto, una tarde toda estirada sobre su cama, no se le podía hablar, levantó la vista de una forma que dejé de caminar hacia ella, porque ya me era imposible ayudarla.

Me senté en la bañera y terminé de leer The great Gatsby, de F. Scott Fitzgerald. Era una historia de amor en la que un hombre se compra una casa en una bahía solo para cada anochecer ver encenderse las luces en una casa al otro lado de la bahía, donde la mujer amada vive junto a otro hombre. Así de obsesionado como estaba el gran Gatsby por su sentimiento, así de pudoroso era sin embargo; mientras que la mujer se comportaba con mayor cobardía cuanto más urgente y desvergonzado se hacía su amor.

“Y sí —dije—. Por un lado soy pudoroso, por el otro, en lo que se refiere a mis sentimientos por Judith, soy cobarde. Siempre sentí vergüenza de abrirme ante ella. Cada vez se me hace más claro que mi predisposición al pudor, al que siempre me he aferrado por creer que me salvaba de tolerar cualquier cosa, se convierte en una especie de cobardía cuando es la medida de mis sentimientos amorosos. El gran Gatsby era pudoroso solo en los modales del amor con el que estaba obsesionado. Era cortés. Tan cortés y desconsiderado como él quisiera ser yo, si es que ya no es demasiado tarde para eso”.

Dejé salir el agua mientras seguía sentado. El agua se iba muy despacio, y al recostarme con los ojos cerrados me pareció como que también yo mismo, junto al parsimonioso retroceso del agua, me iba haciendo más y más pequeño y finalmente me diluía. Recién cuando tuve frío, porque me había quedado sin agua en la bañera, volví a percibirme y me levanté. Me sequé y bajé la vista por mi cuerpo. Me agarré el miembro, primero con la toalla, después con la mano desnuda, y empecé, de pie ahí, a masturbarme. Duró mucho tiempo, y a veces abría los ojos y miraba hacia los vidrios lechosos del baño, sobre los que se movían de un lado al otro las sombras de los abedules. Cuando al fin salió el semen, se me plegaron las rodillas. Luego me lavé, limpié la bañera con la ducha y me vestí.


Durante un tiempo estuve tirado en la cama sin poder pensar en nada. Por un instante fue algo doloroso, después me pareció agradable. No me dio sueño, sino que quedé en blanco. A cierta distancia de la ventana escuchaba de vez en cuando un pequeño ruido, como un estallido y un crujido al unísono, seguidos de las exclamaciones y los gritos de los estudiantes que jugaban al béisbol en el terreno de la Brown University.

Me levanté, lavé un par de medias con el jabón del hotel y bajé a pie hasta el hall de entrada. El ascensorista estaba sentado sobre un banquito al lado del ascensor, la cabeza apoyaba en las manos. Salí del edificio, era casi de noche, y los taxistas, que hablan entre sí de auto a auto en la plaza, me dirigieron la palabra cuando pasé delante de ellos. Una vez que estuve más lejos noté que las pocas ganas de contestarles, siquiera con un gesto, retrospectivamente me causaron satisfacción. 

“Es mi segundo día en Estados Unidos —dije, bajando de la vereda a la calle y de vuelta a la vereda—. ¿Habré cambiado ya?”. Sin quererlo, eché un vistazo por sobre el hombro al caminar y luego miré con verdadera impaciencia mi reloj. Así como a veces algo leído me ponía ansioso por vivirlo enseguida yo mismo, ahora el gran Gatsby me llamaba a transformarme de inmediato. La necesidad de ser distinto a como era de pronto se me hizo física, como una pulsión. Pensé en cómo podía mostrar los sentimientos que el gran Gatsby había hecho posibles en mí, y también en cómo implementarlos sobre mi entorno. Eran sentimientos de afecto, atención, serenidad y felicidad, y sentí que iban a desterrar para siempre mi predisposición al espanto y al pánico. ¡Eran aplicables, nunca más me resecaría de la angustia! Pero, ¿dónde estaba el entorno en el que al fin mostrar que podía ser distinto? Por el momento había dejado atrás el viejo ambiente; en este entorno extraño aún no estaba capacitado para ser más que alguien que usa las instalaciones públicas, que camina por las calles, anda en micro, vive en hoteles, se sienta frente a la barra de los bares. Tampoco quería aún ser más, porque para eso debería haberme dado importancia. Creía haberme quitado para siempre la presión de, en todas partes, primero darme importancia, para así ser digno de la atención de los demás. Y sin embargo: así de intenso como era el impulso por mostrarme atento y abierto hacia el entorno, así de rápido esquivaba ahora a todos los que me cruzaba en la vereda, indignado ante cualquier cara distinta, con el viejo asco por todo aquello que no fuera yo mismo. Aunque una vez, mientras seguía bajando por la Jefferson Street, pensé involuntariamente en Judith, a quien volví a ahuyentar exhalando y apurando unos pasos; mi conciencia permaneció vacía de personas, y yo ardiendo hasta la médula con una furia que casi se convirtió en sed de sangre porque no podía dirigirla ni contra mí mismo ni contra cosa alguna.

—G.O.

ÁSS

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