Duras limosnas

La guarida del viento

Quienes vamos en automóvil o a pie por alguna ciudad latinoamericana nos sentimos intrigados por esas personas, a veces con andrajos, que se acercan con la mano extendida, portando algún letrero, pidiéndonos ayuda

Mendigo (Carbajal B William)
Alonso Cueto
Ciudad de México /

Cuando los encuentro, por lo general siempre trato de encontrar una moneda aunque también, de no tenerla, les prometo que les daré algo, más tarde, otro día o “a la vuelta”.

Algunas historias son excepciones en la dura rutina de la mendicidad.

El embajador en Madrid Carlos Vásquez Ayllón me contó que cada vez que salía de la oficina al mediodía había un mendigo esperándolo para exigirle cinco pesetas. Como se había hecho una rutina, el embajador tenía a veces que pedir prestada una moneda a algún colega antes de bajar a la calle a la hora prevista. En una ocasión, harto de buscar la moneda todos los días, el embajador le hizo una propuesta al mendigo. “Mire, esto es una pérdida de tiempo para usted y para mí. Como le doy cinco pesetas todos los días, véngase solo los viernes y le doy veinticinco pesetas”. El mendigo lo miró, incrédulo y ofendido. “Búsquese otro mendigo”, lo increpó.

La poeta uruguaya Ida Vitale contaba en un artículo aparecido en Letras Libres de su viaje a Islandia. En Reykjavik, la capital, un día apareció un mendigo. Nadie sabía cómo había llegado. La ciudad estaba consternada. Cuando los policías se le acercaron para invitarlo a los albergues, el mendigo se negó con un argumento. Su vocación era la mendicidad. No podían violar sus derechos. Además, según aseguró el mendigo, él cumplía una función social: “La gente debía poder ser caritativa y para ello alguien tenía que prestarse a ser la víctima que se ofrece a la conmiseración de los otros”. El asunto llegó a ser tratado a nivel oficial. Por las noches las autoridades recogían al mendigo y en la mañana lo devolvían a que siguiera ejerciendo su anhelada tarea. El debate continuó hasta que un día el mendigo se fue, en busca de una ciudad más cálida y comprensiva.

A comienzos del siglo XVIII, John Gay adaptó una historia de Jonathan Swift para escribir La ópera de los mendigos, una gran sátira a los aristócratas. Dos siglos después, Bertolt Brecht la reformuló como La opera de los tres centavos que inmortalizó al bandolero Maki, el Navajas, al que Rubén Blades convertiría en Pedro Navajas.

Los ejemplos y anécdotas podrían seguir. Los mendigos aparecen en las anécdotas y en el arte, pero su realidad sigue siendo tan dura y concreta como la del asfalto que pisan.

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