La Biblia es un embrollo de contradicciones en cuanto a la heredabilidad de las culpas. Por un lado, en el Antiguo Testamento, el Todopoderoso dice: “Yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen”; pero por boca de su profeta Ezequiel anuncia que: “El alma que pecare, esa morirá; el hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo; la justicia del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él”.
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Más tarde viene San Pablo a decir cosas que nunca estuvieron en la cabeza de Jesús: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron”. Esta frase sirve para que los padres de la Iglesia, sobre todo el farsante de San Agustín, desarrollaran el aberrante concepto del pecado original: una mancha que todos llevamos de nacimiento porque hace cuatro mil años, según la teología ortodoxa, o hace tres millones de años, según la ciencia evolutiva, a la pareja primigenia se le ocurrió degustar un fruto prohibido.
Por supuesto se vieron en un lío con el nacimiento de Jesús, así es que en 1854 se sacaron de la manga que María había sido concebida inmaculadamente, que por alguna razón no explicada, Joaquín y Ana copularon cierta noche sin que en el acto transmitieran pecado alguno a su hija.
Sea como sea, es difícil llevar una genealogía de la culpa. Ahora existen pruebas de ADN que determinan la etnicidad de cada persona, el porcentaje de “sangre” que carga de distintas regiones del mundo y la época en que sus antepasados anduvieron por tal o cual región. Pero antes que nada, se tendría que creer en el disparate de la culpa hereditaria.
Igualmente disparatada es la idea del mérito hereditario. En México la desterramos hace doscientos años, pero hay países, como España, que todavía auspician tal despropósito. Su rey actual es sucesor de un tal Felipe V que llegó importado de Francia y españolizó su dinastía con nombre de whisky. Sin embargo, antes que heredar sus méritos, los matrimonios entre ellos mismos han generado hemofílicos, tarados, debiluchos, corruptos y fratricidas.
De modo que hoy día, cuando suele negarse legitimidad a los gobiernos que no se eligen democráticamente, no veo por qué un presidente electo ha de solicitarle nada a un monarca hereditario, y encima hacerlo con tono de gran respeto y sumisión, con fórmulas como “Su Majestad”. Para la próxima, aunque se tuerzan las formas, mejor será comunicarse con el presidente del gobierno español, y en caso de necesitar hablar con el rey, bastará dirigirse a él como “Estimado Felipe”.
ÁSS