Tras una quieta introducción en la que una trompeta sostiene cierta nota solitaria en registro medio de expresión amarga, Lázaro Cristóbal Comala canta sobre cosas que no son ciertas:
No es cierto que sembramos piedras que no han rodado.
No es cierto que un alacrán jala otro hacia abajo
No es cierto que ya no hay romance en este rancho.
No es cierto que los ríos se han secado.
No es cierto que ya nadie va a Durango.
Y esta última frase desmiente lo que hace 20 años Jaime López afirmó: que ya nadie va a Durango a causa de tres motivos principales: la diligencia ya no circula, la ausencia de John Wayne convirtió la ciudad en un fantasma, la mano de Dios está re lejos (basta ver la cara de venado que pone la tarde).
Lázaro Cristóbal Comala canta desde una profunda tristeza anclada en el eterno juego laberíntico de dar lo que no tenemos y dañar a quien amamos porque durante la infancia nos dañaron tanto. Y su canción contradice una a una las tres razones de Jaime López que durante dos décadas han condenado a Durango a ser esa yerta tierra solitaria de la música mexicana.
1. La diligencia del corazón aún circula.
2. Si John Wayne se fue para volver, al menos una verdad ha salido por defecto: dejamos de estar casados con el pasado.
3. La mano de Dios está lejos, pero no la de Dylan.
Lázaro Cristóbal Comala esgrime razones abstractas. Su pequeña voz cansada, que al provenir del extravío y la sed anhela remos y ventanas, construye imágenes que poco a poco trascienden su deuda histórica y sanguínea —defender la esencia de su tierra natal— hacia terrenos íntimos. Entonces, de manera sutil aunque sorpresiva, la canción —cuya duración frisa los seis minutos y medio— se desprende de la protesta: un desprendimiento que acontece en las palabras (de ahí su sutileza) y está marcado, a la mitad de la pieza, por un solo de trompeta cuya melodía de ocho notas cita los versos iniciales de una de sus obras antiguas: “No me da la gana ser feliz/ no ni entre semana ni en abril/ no me da la gana darles esperanza/ no me da la gana ser feliz”.
Después del solo de trompeta, de la voz han desaparecido las negaciones. A través de su nostalgia, el cronista por fin supera la rencorosa lista de cosas que no son ciertas y está listo para regresar la mirada hacia el origen. Se olvida del exterior y sus mentiras, y convoca —de 7 a 10—, en una cantina adyacente al Casablanca Hotel, a sus amigos de Durango para intentar proponer las formas de una posible poética local.
Lázaro Cristóbal Comala les dice: “¡ATENTOS!, que estamos buscando lejos lo que siempre ha estado adentro”.
Y ahí, en el interior, está la esencia de esa reunión entre amigos que, en sus frenéticas correrías nocturnas por los bares Belmont, Tiro, Madrid y Santa Fe, se fueron convirtiendo en adultos unos al lado de los otros mientras defendían en Durango el derecho humano a vivir tristes con la sombría sensación de envejecer sin remedio en un pueblo chico de chapulines varios que andan de salto en salto.
Les dice Lázaro Cristóbal Comala: “Dejemos, chavos, de esperar por foráneos; el pedo no es quién viene, sino quiénes vamos”.
Y de pronto, adentro de ellos nace una invencible esperanza (sobre quiénes son, de dónde vienen y qué representan) que asciende y se congela en las cinco místicas certezas que canta una pequeña voz sedienta:
No es mejor decir adiós que vivir para contarlo
La respuesta se dio en este viento
De 7 a 10 bebemos de caña otra vez
Profetas, vuelvan al lugar; esta tierra ya ha helechado
Más allá del agua se encuentra Durango