Con La muerte de Jesús, el Premio Nobel de Literatura J. M. Coetzee cierra la saga sobre la vida de David, una trilogía que arrancó en 2013 con La infancia de Jesús, novela a la que siguió Los días de Jesús en la escuela.
Aquí las primeras páginas del nuevo libro del escritor sudafricano.
- Te recomendamos Bordes: un pasaporte latinoamericano de libros Laberinto
1
Es una fría y despejada tarde de otoño. Él observa un partido de futbol que se desarrolla en el terreno verde que hay detrás del edificio de departamentos. Habitualmente es el único espectador de esos partidos que juegan los niños vecinos, pero hoy dos personas desconocidas se han puesto también a mirar: un hombre vestido con un traje oscuro y una muchacha con uniforme escolar.
La pelota traza una curva y cae en la punta izquierda, donde juega David. El niño se adueña de la pelota, esquiva sin esfuerzo al defensor que sale para marcarlo y eleva la pelota hacia el centro. El tiro desborda a todos, desborda al arquero y cruza la línea de gol.
En esos partidos que se juegan durante la semana no hay verdaderos equipos. Los chicos se agrupan como les parece; unos llegan, otros se van. A veces hay treinta en la cancha; otras veces, cinco o seis. Hace tres años, cuando David se unió al grupo, era el más pequeño en edad y en tamaño. Ahora está entre los más grandes; muy ágil y hábil con los pies pese a su estatura, pícaro además de veloz.
En el partido se produce una pausa. Los dos desconocidos se acercan a él; el perro que dormita a sus pies se despierta y levanta la cabeza.
—Buen día —dice el hombre—. ¿Cómo se llaman los equipos?
—Solo es un partido improvisado entre los niños del vecindario.
—No son malos. ¿Usted es el padre de alguno?
¿Lo es? ¿Vale la pena explicar exactamente quién es?
—Ese que está ahí es mi hijo. David. El de pelo oscuro.
El desconocido observa a David, ese chico de pelo oscuro que se pasea con aire abstraído sin prestar demasiada atención al partido.
—¿No han pensado en organizar un equipo? —dice el hombre—. Permítame presentarme. Mi nombre es Julio Fabricante. Ella es María Prudencia. Somos de Las manos. ¿No ha oído el nombre? Es el orfanato que está al otro lado del río.
—Simón —se presenta él. Le estrecha la mano al hombre del orfanato y saluda a María Prudencia con una inclinación de cabeza. Calcula que ella tendrá unos catorce años; maciza, con cejas gruesas y un busto ya desarrollado.
—Se lo pregunto porque nos gustaría recibirlos como equipo invitado. Tenemos un campo de juego bien trazado y demarcado, y arcos armados como es debido.
—Me parece que los niños se conforman con patear la pelota.
—Nadie se perfecciona si no compite —dice Julio.
—De acuerdo. Pero formar un equipo implicaría elegir once y excluir al resto, y eso estaría en contra de la ética que se han dado. Así lo veo yo. Tal vez me equivoque. Tal vez les guste competir y perfeccionarse. Pregúnteles.
David lleva la pelota con los pies. Amaga a la izquierda y se lanza a la derecha con tal destreza que el defensor queda paralizado. Luego, pasa el balón a un compañero y se queda observando cuando este remata con un torpe globo que va a parar a las manos del arquero.
—Es muy bueno, su hijo —dice Julio—. Un dotado.
—Tiene una ventaja sobre sus compañeros. Practica danza y tiene por eso mucho equilibrio. Si los otros chicos tomaran clases de danza serían tan buenos como él.
—¿Oíste, María? —dice Julio—. Quizá tengas que imitar a David y tomar clases de danza.
María mira hacia adelante sin desviar la vista.
—María Prudencia juega al futbol —dice Julio—. Es uno de los baluartes de nuestro equipo.
Se está poniendo el sol. Pronto el dueño de la pelota se la va a llevar (“Tengo que irme”) y todos volverán a casa.
—Sé que usted no es su entrenador —dice Julio—. También me doy cuenta de que no es partidario del deporte organizado. Sin embargo, por los chicos, piénselo. Le doy mi tarjeta. Puede ser que disfruten de jugar en equipo contra otro equipo. Fue un placer conocerlo.
Dr. Julio Fabricante, Educador, dice la tarjeta. Orfanato Las manos, Estrella 4.
—Vamos, Bolívar —dice él—. Es hora de volver a casa.
El perro se levanta con esfuerzo y despide un pedo maloliente. Durante la cena, David pregunta:
—¿Quién era ese hombre con quien hablabas?
—El Dr. Julio Fabricante. Esta es su tarjeta. Es de un orfanato. Propone que ustedes formen un equipo para jugar contra el del orfanato.
Inés observa la tarjeta.
—“Educador” —dice—. ¿Qué significa?
—Es una palabra presuntuosa para decir “maestro”.
Cuando él llega al terreno de juego al día siguiente, el Dr. Fabricante ya está allí hablándoles a los niños reunidos a su alrededor.
—Pueden elegir un nombre para el equipo. Y también el color de la camiseta.
—Los gatos —dice uno.
—Las panteras —dice otro.
Los chicos, que parecen entusiasmados con la propuesta del Dr. Julio, se deciden por Las panteras.
—Los del orfanato nos llamamos Los halcones, porque el halcón es el ave de vista más aguda.
Interviene David:
—¿Por qué no se llaman Los huérfanos? —se produce un silencio embarazoso.
—Porque no andamos pidiendo favores, jovencito. No queremos que nos dejen ganar solo por quienes somos.
—¿Usted es huérfano? —pregunta David.
—No. No soy huérfano, pero estoy a cargo del orfanato y vivo allí. Tengo un gran respeto y mucho amor por los huérfanos, que en el mundo son mucho más numerosos de lo que supones.
Los chicos callan. Él, Simón, también calla.
—Yo soy huérfano —dice David—. ¿Puedo jugar para su equipo?
Los chicos vacilan. Están habituados a sus provocaciones. Uno de ellos le dice entre dientes:
—¡Basta!, David.
Es hora de intervenir.
—Me parece, David, que no te das clara cuenta de cómo es ser huérfano, huérfano de verdad. Un huérfano no tiene familia, no tiene hogar. Y precisamente para eso está el Dr. Julio. Le ofrece un hogar. Tú ya tienes tu hogar —se dirige ahora al Dr. Julio—: Me disculpo por hacerlo partícipe de una discusión de familia.
—No hay necesidad de disculparse. Lo que plantea David es importante. ¿Qué significa ser huérfano? ¿Quiere decir solamente que uno no conoce a sus padres? No. En el fondo, ser huérfano es estar solo en el mundo. De modo que, en algún sentido, todos somos huérfanos porque, en el fondo, todos estamos solos en el mundo. Como siempre les digo a los muchachos a mi cargo, no hay nada vergonzoso en vivir en un orfanato porque un orfanato es un microcosmos de la sociedad.
—No me ha contestado —dice David—. ¿Puedo jugar para su equipo?
—Sería mejor que jugaras para el tuyo —dice el Dr. Julio—. Si todos jugaran para Los halcones, no tendríamos contra quién jugar. No habría competencia.
—No le pregunto si todos pueden jugar. Le pregunto si yo puedo —el Dr. Julio se vuelve hacia él, hacia Simón.
—¿Qué opina, señor? ¿Le parece que Las panteras es un buen nombre para el equipo?
—No opino. No quisiera imponer mis gustos a la gente joven —se detiene. Le gustaría agregar: gente joven que era feliz jugando al futbol a su manera hasta que usted apareció.
- Te recomendamos Seis libros para encerrarse a leer durante el verano Laberinto
2
Ya hace cuatro años que viven en ese edificio. Aunque el departamento de Inés en el segundo piso es amplio para los tres, por mutuo acuerdo él se ha alquilado otro en la planta baja, más pequeño y amoblado con mayor sencillez. Pudo afrontar el gasto cuando le concedieron una pensión por invalidez debida a una lesión en la espalda que jamás se curó del todo y que data desde sus épocas de estibador en Novilla.
Tiene ingresos propios y un departamento para él solo, pero no tiene un círculo social, no porque sea poco sociable ni porque Estrella sea una ciudad poco acogedora sino porque ha resuelto desde hace mucho consagrarse por entero a la crianza del niño. En cuanto a Inés, se pasa los días y a veces también parte de la noche atendiendo la casa de modas que es suya a medias con otra propietaria. Sus amistades son de Modas modernas y del mundo de la moda en general. A él no le interesan esas amistades. No sabe ni le interesa saber si Inés tiene amantes entre esos amigos, siempre y cuando siga siendo una buena madre.
David ha crecido bajo el ala de ellos dos. Es fuerte y sano. Años atrás, cuando vivían en Novilla, tuvieron una batalla con el sistema de educación pública. Los maestros decían que David era obstinado. Desde entonces, no lo han enviado a escuelas públicas.
Él confía en que un niño de inteligencia innata tan evidente pueda prescindir de una educación formal. Es un chico excepcional —le dice a Inés— ¿Quién puede prever en qué dirección se orientarán sus dones? En sus momentos de mayor generosidad, Inés asiente.
En la Academia de Música de Estrella, David toma cursos de canto y danza. Las clases de canto están a cargo del director de la academia, Juan Sebastián Arroyo. En cuanto a la danza, no hay nadie en la institución que pueda enseñarle nada a David. Cuando el niño asiste a esas clases, danza como se le ocurre y los demás alumnos siguen sus pasos o, si no pueden, se quedan mirando.
Él, Simón, también danza, aunque es un converso tardío que carece totalmente de dones. Baila en su casa, por la noche, a solas. Se pone el pijama, enciende el gramófono a volumen bajo y baila para sí mismo, con los ojos cerrados, hasta que queda con la mente en blanco. Luego, apaga la música, se va a la cama y duerme el sueño de los justos.
La mayor parte de las veladas, la música es una suite de danzas para flauta y violín, compuesta por Arroyo en memoria de su segunda esposa, Ana Magdalena. Las danzas no llevan título y la grabación, realizada en alguna trastienda de la ciudad, no tiene etiqueta. La música es lenta, majestuosa y triste.
David no se digna asistir a las clases normales, en particular no se digna hacer los ejercicios de aritmética propios de cualquier niño normal de diez años. Es un prejuicio contra la aritmética inculcado por la difunta señora Arroyo a todos los alumnos que pasaban por sus manos, a quienes decía que los números enteros merecen ser reverenciados porque son divinidades, entidades celestiales que existían antes de que naciera el mundo físico y seguirán existiendo después de que el mundo llegue a su fin. Mezclar los números entre sí (adición, sustracción) o cortarlos en trozos (fracciones) o utilizarlos para medir cantidades de ladrillos o de harina (la medida) constituye una afrenta a su condición divina.
Cuando el niño cumplió diez años, Inés y él le regalaron un reloj, que David se niega a usar porque (según dice) impone a los números un orden circular. Puede ser que la hora nueve sea anterior a la hora diez (dice), pero el nueve no está antes ni después del diez.
A la devoción por los números de la señora Arroyo, que se corporizaba en las danzas que enseñaba a sus alumnos, David le ha dado un giro propio: la identificación de ciertos números con determinadas estrellas del cielo.
Él, Simón, no comprende la filosofía del número propugnada en la academia de manera manifiesta por la difunta señora y más discretamente por el viudo Arroyo y sus músicos amigos (en privado, él no la considera una filosofía sino un culto). No la comprende pero la tolera, no sólo por consideración a David sino porque, en ocasiones propicias, cuando danza a solas por la noche, a veces tiene una visión, momentánea, fugaz, de lo que la señora Arroyo solía hablar: incontables esferas plateadas que rotan una alrededor de la otra con un murmullo ultraterrenal en un espacio sin fin.
Él danza, tiene visiones, pero no piensa en sí mismo como un converso al culto del número. Tiene para sus visiones una explicación razonada, que la mayor parte de las veces lo deja conforme: el ritmo adormecedor de la danza, el canturreo hipnótico de la flauta, inducen un estado de trance en el que fragmentos arrancados del lecho de la memoria se arremolinan ante el ojo interior.
David no puede o no quiere hacer sumas. Lo que es más preocupante, no lee. Es decir, habiendo aprendido a leer solo, sin ayuda, con el Quijote, no tiene interés por leer ningún otro libro. Se sabe el Quijote de memoria, en una versión abreviada para niños y no lo considera una historia inventada sino verídica. En alguna parte del mundo —y si no es de este mundo será del próximo— está don Quijote, montado en Rocinante y acompañado por Sancho que trota a su lado sobre un asno.
El niño y él han tenido discusiones sobre el Quijote.
—Si abrieras tu mente a otros libros, le dice él, descubrirías que hay una multitud de héroes en el mundo además del Quijote, y también de heroínas, que surgen de la nada gracias a la fértil imaginación de los autores. De hecho, como eres talentoso, podrías crear tus propios héroes y lanzarlos al mundo para que vivan sus aventuras.
David apenas lo escucha:
—No quiero leer otros libros —dice con desdén—. Ya sé leer.
—Tienes una idea falsa de lo que quiere decir leer. No significa solamente transformar signos impresos en sonidos. Es algo más profundo. Leer de verdad significa escuchar lo que un libro tiene que decir, y reflexionar sobre ello… tal vez, incluso, tener una conversación mental con el autor. Significa aprender cómo es el mundo, el mundo tal cual es realmente, no como tú deseas que sea.
—¿Por qué? —dice David.
—¿Por qué? Pues porque eres joven e ignorante. Solo te librarás de la ignorancia abriéndote al mundo. Y la mejor manera de abrirte al mundo es leer lo que otra gente tiene que decir, gente menos ignorante que tú.
—Sé cómo es el mundo.
—No, no lo sabes. No sabes nada del mundo, fuera de tu propia y limitada experiencia. Danzar y jugar al fútbol son actividades excelentes en sí, pero no te enseñan nada acerca del mundo.
—Leo el Quijote.
—Don Quijote, te lo repito, no es el mundo. Todo lo contrario. Es una historia inventada sobre un hombre viejo e iluso. Es un libro entretenido: te transporta a esa fantasía, pero la fantasía no es real. De hecho, el mensaje del libro, precisamente, es advertir a lectores como tú para que no se dejen arrastrar a un mundo irreal, a un mundo de fantasía, como le pasó a don Quijote. ¿No recuerdas cómo termina el libro, cuando don Quijote recupera la cordura y le dice a su sobrina que queme todos sus libros para que nadie se vea tentado de seguir su loco camino en el futuro?
—Pero ella no los quema.
—¡Sí que los quema! Tal vez el libro no lo diga, pero los quema. Está más que agradecida de librarse de ellos.
—Pero no quema el Quijote.
—No puede quemar el Quijote porque ella está dentro del Quijote. No puedes quemar un libro si estás adentro de él, si eres un personaje del libro.
—Puedes hacerlo. Pero ella no lo hace. Porque si lo hubiera hecho, yo no tendría el Quijote. Estaría quemado.
Él termina esas discusiones perplejo aunque oscuramente orgulloso: perplejo porque no puede superar a un niño de diez años en una discusión; orgulloso porque ese niño de diez años puede enredarlo con tanta destreza. Puede que el chico sea perezoso, puede que sea arrogante, se dice, pero al menos no es estúpido.
La muerte de Jesús
J. M. Coetzee | Literatura Random House | México | 2019 | 189 páginas
ÁSS