El British Film Institute y Ffilm Cymru Wales producen una película que tiene lugar en Zambia. Y el mensaje es claro: la directora Rungano Nyoni es británica, galesa. Y este gobierno, a través de sus impuestos, tiene la obligación de contar la historia de su gente, venga de la península de Gower o de un pueblo africano. En la sorprendente (y extraordinaria) historia de No soy una bruja se confirma la conexión África–Europa. Esta niña acusada de brujería a causa de un evento banal podría ser la familiar de una vendedora en una tienda departamental en Cardiff, la mesera de un pub en Newport o la directora de esta historia que sorprende por su música y su colorido y no entristece más que la vida del trabajador blanco en Newcastle Upon Tyn, en la película Yo Daniel Blake, de Ken Loach (2016), o el matrimonio de la burguesía rural del filme 45 años de A. Haigh (2015).
El British Film Institute sigue haciendo bien su trabajo contando las historias de su gente. Lo hace con una tradición que se remonta hasta el realismo soviético, ese que alimenta hoy cinematografías de países tan diversos como Polonia, Bélgica o Brasil. La vida de una niña, Shula, da un vuelco cuando una mujer asume que se ha tropezado porque ella la miró con el semblante adusto que la joven actriz Maggie Mulubwao luce a lo largo de toda la película. Interviene la policía, llegan los falsos testigos y Shula resulta confinada a un campo de detención de brujas donde aparece de pronto un bienhechor que tiene un poco del Fagin de Oliver Twist y otro poco del ciego del Lazarillo de Tormes. Usa a la niña en este pueblo campesino que está lleno de gente simpática y supersticiosa, con uno que otro ratero y muchas brujas que se ayudan entre sí para salir del brete de haber sido acusadas de hechiceras. A pesar de que el tema de la obra e incluso la imagen que ofrecen el trailer y el póster nos hace esperar un dramón, veremos que en general se trata más bien de una comedia melodramática en que la directora parece enseñarnos con gusto las tradiciones de sus antepasados e incluso sublimar alguna nostalgia por su niñez. ¿Es una bruja Shula? El final reserva un par de sorpresas en este lugar lleno de turistas que vienen a conocer a las hechiceras que el pueblo ha atrapado con un lazo para que no puedan escapar. La película es triste, sí, pero con cierta inocencia que recuerda a los personajes del escritor nigeriano Chinua Achebe. No soy una bruja tiene el encanto de esos cuentos infantiles que en la superficie parecen crueles pero con los que uno puede reír. De Shula no sabemos prácticamente nada: se aparece sin padres ni hermanos. Como en los cuentos de hadas, están el huérfano, el príncipe, la reina y estas brujas buenas que a través de un celular le dan consejos a su recién iniciada niña para saber atrapar al ladrón. Shula es un arquetipo: el de la inocencia (a menudo cruel) de la gente más simple, esa que siempre se mete en problemas y que, independientemente del color de su piel, su religión o su gusto musical y culinario, transita hoy por las calles de todas las grandes ciudades de Europa. No soy una bruja es una maravillosa película. En ella África, el continente más humillado, más explotado y más desangrado del mundo, termina por formar parte de la sociedad de lo que fue el Imperio Británico. Si Meghan Markle es ya duquesa de Sussex, ¿por qué no podría esta atribulada niña de Zambia volverse objeto de un cuento producido en Gales?
@fernandovzamora
No soy una bruja (I Am Not a Witch). Dirección: Rungano Nyoni. Francia, 2018.