En noviembre 7, del año 2016, Leonard Norman Cohen falleció en la ciudad de Los Ángeles, a los 82 años. Se despidió en la cumbre de su creatividad y producción artística con You Want It Darker (2016), obra maestra de versos e instrumentación en la que aborda su muerte inminente y realiza un ajuste de cuentas con la fe judía y cristiana.
Cohen arrancó su carrera musical en 1967, con el descerebrado título de Songs of Leonard Cohen (1966). En este disco, sin duda excelente, su voz sonaba suave y melodiosa, más propia de una lectura de poemas o de un artista folk, sin la gravedad ronca que lo caracterizaría en la segunda etapa de su carrera, y le daría fama como uno de los timbres más cautivadores en la historia de la música popular moderna.
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Este primer disco era uno de los favoritos de mi jefe, don José Agustín, y recuerdo que lo escuchaba ocasionalmente, en momentos especiales, como para que yo notara que consideraba a este cantante como uno de sus mentores, no solo artísticos sino en la vida, un hombre sabio aunque algo salvaje y apasionado por la creación en toda su gran locura.
Fue en 1975, nueve años después de la creación del muy celebrado disco debut de Leonard Cohen, que yo lo escuché por primera vez, cuando aún estaba en el vientre de mi madre: era la música predilecta de mis padres, que en aquellos tiempos se encontraban renovando su romance con un doble nudo que ya no se volvería a romper.
Desde siempre y hasta siempre, en la casa de mis padres se ha escuchado la música de Leonard Cohen, que para mí es como un bálsamo de luz y oscuridad sagradas, y sin duda mi vida no sería la misma de haber carecido de este guía terrenal, que ha sabido iluminar un camino entre los restos ardientes y corrosivos de nuestra divina tragedia.
Por eso, tal vez, desde que tengo memoria no ha habido un solo día en que esta casa no cante a los cuatro vientos —hoy en día soy yo el dj oficial, junto con la jefa; somos los encargados de mantener este vuelo sonoro de nuestra devoción por las armonías, nuestra adicción a la rítmica sagrada y profana—. ¿Y quién mejor que don Leonardo para acompañarnos en un viaje desde el infierno hasta el cielo? Un viaje iniciático y terminal, a través de los secretos del amor, de la vida y la muerte.
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En la colección discográfica de mi padre, en la letra C se encuentra Field Commander Cohen, Tour of ’79, un disco en vivo, difícil de hallar; no es de los grandes pero trae buenas rolas. Sus grandes discos son, desde luego, el primero, seguido del ya mucho más moderno e instrumentado I’m Your Man (1988), para después coronarse, incluso en la cultura popular de los noventa, con The Future (1992), apocalíptico álbum que sirvió para abrir el soundtrack de Natural Born Killers y las puertas del infierno para una generación entera de psicópatas de clóset que lo escuchamos hasta rayar nuestros discos compactos. Después tuvo un gran retorno con Ten New Songs (2001), aunque desde luego hay joyas en todos sus discos, como el Songs of Love & Hate (1971), el Old Ideas (2012), Popular Problems (2014), etcétera, etcétera.
Y así hasta su disco final: You Want It Darker (2016), su Opus Magnum, si es que alguna vez se puede usar ese término con certeza. Fue su despedida, una racha de oraciones casi blasfemas en la cumbre de su sinceridad, compartiéndonos su latido final, muy adentro en el corazón de los Dioses Salvajes, justo antes de estallar, como una supernova, en este testamento de altura y profundidad, difícil de alcanzar aun para los profetas más elevados en sus levitaciones o para los poetas más abismales del azul marino.
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Entre los viejos casetes de mi jefe se encuentra una reliquia de los noventas, el homenaje I’m Your Fan (1991) en el que varias bandas chidas, como R.E.M, The Bad Seeds o los Pixies, hacen versiones de sus rolas. También está aquel donde aparecen Nick Cave, Jarvis Cocker, Antony y U2, y otros varios invitados de altura, titulado simplemente I’m Your Man. Y ya que estamos en esto, no puede dejar de verse también el Concierto Memorial Tower of Song, celebrado en 2017, un año después de su partida. Mi padre y yo lo escuchamos bajando directo de la interred, y coreamos juntos, al ritmo de Elvis Costello, “Bird on a wire”: “I have tried, in my way, to be free”.
Pues bien, he aquí mi historia personal con respecto a este disco, el último de don Leonardo, que lleva por nombre Tú lo quieres más oscuro, y nació de noche, el 21 de septiembre de 2016. Desde que se anunció el disco como la novedad del maestro, ya se hablaba de su delicado estado de salud: vivía casi recluido en su departamento de Los Ángeles, atendido por su hija Lorca. Y aunque apenas podía salir a caminar debido a un cáncer terminal, para hacer el disco su hijo Adam se encargó de acondicionar ese depa como un estudio de grabación, que llenó con computadoras, violines, teclados, guitarras acústicas y demás instrumentos requeridos, y colocó un micrófono frente a una silla ortopédica, pues el maestro sufría graves dolores de espalda.
Tan pronto como salió el disco, Leonardo tomó su equipaje ligero, un maletín lleno de ideas sin terminar y sus poemas favoritos, el recuerdo de sus amores, y emprendió el viaje al más allá. Pero por dos años yo me negué a escucharlo en YouTube o cualquier otra vía de streaming gratuito. En la casa de mis padres, la polvosa colección de discos de mi father se precia de tener todos los LP’s originales de sus ídolos roqueros. De sobra está decir que entre los solistas más apreciados está don Cohen, quizá solo detrás de Dylan.
Así pues, los últimos dos, Old Ideas (2012) y Popular Problems (2014), me encargué de comprarlos, aún en Mixup, y se incorporaron a la colección de discos originales de míster Leonard. Pero con el último ya no fue tan fácil. En las tiendas de discos que visité (en Cuautla) me miraban como a un loco al mencionar su nombre, aun cuando su muerte estaba en todos los medios masivos de desorientación. Y mi padre ya no tenía una tarjeta de crédito, ni caminaba ya hasta su estudio donde juntos, por varios años, solíamos escoger los discos que él mandaba pedir por Amazon, y llegaban como traídos por cigüeñas hasta las puertas de esta, La Casa que Canta.
Entonces me quedé sin oír el You Want It Darker un par de añejos. Acaso ponía la primera rola, y ante sus poderosas palabras y textura tipo réquiem me detenía, apagaba la compu y, más bien furioso, me prometía comprar algún día su último disco original, y que lo escucharía con mi padre, su discípulo y mi maestro, en la sala de este soleado hogar, así fuera el último álbum que comprara para esta colección de mi laureado padre, don José Agustín.
Pero mis escasos ingresos difícilmente me permitieron ir a la Gran Tenochtitlan, donde intuía que podría encontrar el disco en librerías como El Péndulo, en la Roma. El caso es que esa posibilidad se fue alejando, año tras año, mes tras mes, día tras día, pensamiento a pensamiento, como el pasillo que se vuelve un túnel casi infinito en Poltergeist, y, frustrado, me prohibí escuchar esas nueve canciones, y por consecuencia mis jefes tampoco las escucharon por dos años, aun cuando yo me moría de ganas de oírlas gratis en YouTube y compartirlas con mis vetustos padres. Pero era una cuestión de principios, algo personal, el pagar, como familia, por ese disco compacto, como lo habíamos hecho por todos los otros de don Leo, para colocar aunque sea unos centavos en la bóveda del tesoro de míster Cohen. Así pasaron días y meses, hasta que, para salvarnos de esta maldición…
Permítanme agregar a un personaje catalizador en esta historia real. A continuación les presento a Karen, mi novia, la mujer más dulce que yo haya conocido, que aparece en esta historia salida de un sueño o un misterio nocturno y humeante, una dama tan bella como las mejores musas de las bellas artes, al menos a mis ojos. Ella me permitió acercarme otra vez a su vida, después de que fuimos novios hace veintitantos años. Y esa es la razón de que yo esté escribiendo estas líneas. Aparte de para rendir un justo homenaje a mi padre, otrora tan vital, y hoy tan silencioso, es para impresionar a Karen, mi amor y mi amante, el carbón y el fuego que alimentan la locomotora de este Memorial de Nuestra Amnesia/ Naufragio en un Mar de Música.
Fue ella quien, en secreto, mandó pedir el You Want It Darker por internet (yo me aferraba a la idea de comprarlo en la vida real, o sea en alguna tienda o el Tianguis del Chopo) y lo guardó hasta nuestra primera Navidad juntos, y me lo regaló en el corazón de la noche buena de 2018, y al fin pudimos escucharlo mis padres y yo, junto a ella, y ese es el motivo de este renacimiento, la brisa tan cálida y húmeda que sopla bajo este salto de fe, con cada beso tuyo, mi Cielo. El disco comenzó, y el espíritu de Leonard Cohen habitó, una vez más, este templo musical que siempre fue su casa, tan querida y abandonada tantos años atrás por las furias creativas que antaño la habitaron, con mi padre dándole duro a la máquina de escribir, escuchando las canciones de Cohen, de su primer álbum, y participando del encantamiento de las bellas artes, salidas directo del manantial, dándole fuerza para escribir como los grandes.
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Sin duda el Darker… es la cereza en el pastel, la corona de la creación de Leonard, sólo detrás del disco debut, quizá la segunda más inspirada de sus obras. Cuando al fin lo escuchamos en casa, busqué un rincón en esa querida oscuridad, y como reza la novela de Philip K. Dick: “Fluyan mis lágrimas, dijo el policía” (del Karma), me dije a mí mismo, y al fin me permití estar una última vez con el maestro Cohen, mientras miraba de reojo a mi padre, mudo ante el poder de estas últimas letras ardientes, y levantando la vista como quien mira una aparición, casi como el joven Frankenstein tratando de atrapar la música del violín en el aire, mi padre escuchó: “You want it darker, we kill the flame”, “I’m ready my lord”, y yo no pude dejar de pensar en la Pulsión de Muerte, como ya lo dijo Freud, no me acuerdo en dónde, una pulsión que yo y mi accidentado padre sentimos fuerte, como la atracción de un abismo negro en el centro de una galaxia, una atracción fatal que por poco nos devoró en las noches más oscuras de nuestras almas. Recordé que, antes del accidente, mi padre pregonaba que su muerte era ya inminente, e incluso le había lavado ya el coco a la familia con una supuesta fecha, en la que pronosticaba su deceso, un disparate salido de su mente alterada, sus creencias como vidente, y quizá algunos infartos cerebrales de otra manera imperceptibles, agregó mi hermano, el doctor Jesús. Pero no era tal su destino. El accidente en Puebla lo demostró.
Ante el nuevo material, mi padre guardó silencio, pues desconocía las letras, para corearlas, como gusta de hacer con todos los grandes éxitos de sus ídolos, Leonardo en un lugar muy especial. Pero escuchó atento y conmovido, como si se tratara de un viejo amigo que visita en la hora final. Era el espíritu de Cohen, volando por toda la habitación, mi madre también asombrada de las oraciones contenidas en esas canciones.
Y así, asombrosamente, fui testigo por última vez de la hermandad de estas dos almas creativas, José Agustín y Leonard Cohen, cuando de pronto, sin conocer la canción, mi padre comenzó a cantar el coro de “Treaty”, donde Cohen arranca quejándose con Jesucristo de que su vino ya no lo embriaga.
Pero mi jefe comprendió, cachándola en el aire, antes que yo, que también se trata de una canción de amor (“I wish there was a treaty, beetwen your love and mine”) donde se ruega por un tratado de paz entre los amantes, entre la guerra y la paz del amor, donde todo se vale. Cohen y mi father suspiraron sincronizados por un pacto entre aquellos que dicen amarse, una firma que ponga fin a las distancias, discusiones y peleas inútiles. Pensé en lo mucho que lo he visto batallar con mi madre, también pensé en mis propias batallas y las de todas las parejas que he conocido, con sus guerrillas internas, caseras e intrascendentes, y en mis primeros altercados con Karen, generalmente por celos, y escuché la canción, y también anhelé ese tratado de paz entre las parejas de buen corazón.
ÁSS