Inventó todo lo que, se supone, no debía inventar: el refrigerador, la tapa del inodoro, el avión, el ordenador, incluso a nosotros, los individuos modernos. ¿Será esta la razón por la que sigue siendo tan amado, tan ovacionado, tan apreciado? Ningún otro artista ha sido más idolatrado que él. Leonardo da Vinci, el librepensador de rizos ondulantes que rompió todas las reglas de la pintura y no obedeció a nadie, ha sido una figura venerada durante siglos y sigue siéndolo. ¡Leonardo, nuestro santo!
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Giorgio Vasari, el padre de la historia del arte y primer biógrafo de Leonardo, lo nombró “el artista más divino”. Y también como redentor es hoy admirado, medio milenio después de su muerte. En el presente año, un sinnúmero de nuevas publicaciones y exposiciones especiales saciarán la curiosidad y dejarán sin aliento tanto a historiadores del arte como al público en general. De este pintor milagroso, artista inalcanzable y verdadero, Leonardo DiCaprio está planeando hacer una película y concederse el papel protagónico: Leonardo como Leonardo.
Pero incluso, sin la estrella de cine y sin héroes del pop como Beyoncé y Jay Z, que recientemente posaron frente a la Mona Lisa, millones de visitantes peregrinan ante esa obra cada año. Leonardo brilla y todos buscan su luz. ¿De dónde proviene la inquietud que despierta? ¿Cuál es el secreto de Leonardo?
Para decirlo sin rodeos, no es la historia de un niño afortunado. Leonardo no fue un hombre de éxito ni el artista que muchos quieren ver en él. A menudo le asaltaban dudas y se preguntaba si él, el supuesto genio, era capaz de lograr algo.
Leonardo (quien nació el 15 de abril de 1452 y murió el 2 de mayo de 1519) planificó ambiciosos proyectos que casi nunca funcionaban. Durante años soñó con moscas, dibujó cientos de modelos, escribió largas explicaciones. Diseñó ciudades futuristas, templos y villas, pero ni una sola casa se construyó. Ideó un puente gigante para cruzar el Bósforo, cerca de Estambul, y nada resultó. Las máquinas de hilar y taladrar, las armas, las fortalezas y los robots de combate plasmados con sumo detalle en sus cuadernos tampoco llegaron a materializarse.
Leonardo tuvo una experiencia similar en el arte: ¿Qué sucedió con la colosal estatua ecuestre, de siete metros de altura y 80 toneladas de peso, en la que trabajó durante años para el duque de Milán? ¿Y con la pintura histórica de Florencia, La batalla de los Anghiari, que pudo haberse convertido en uno de los proyectos de prestigio más importantes de la ciudad y en la obra principal de Leonardo? Nunca las terminó. Lo mismo ocurrió con muchas otras obras que personajes acaudalados le iban encomendando; varios incluso le pagaron por adelantado y jamás recibieron la imagen. Leonardo era un triunfador en espíritu; en la vida real, un maestro de la culpabilidad.
Apenas han logrado sobrevivir poco más de doce pinturas, algunas en estado inconcluso. Otras, prácticamente se desintegraron en cuanto finalizó su trabajo. La última cena, por ejemplo, se convirtió en un “laberinto de manchas”, a queja expresa de sus contemporáneos; la base experimental de brea y resina pronto se desmoronó.
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Pero, difícilmente, los fracasos inquietaban a Leonardo. Cuando las dudas lo atormentaban, de inmediato las olvidaba porque la siguiente gran idea ya lo había atrapado. Fue un genio del fracaso, una de esas personas que persigue con entusiasmo un centenar de proyectos, no completa ninguno y en su lugar se dedica a escribir largas listas de cosas por hacer. Averiguar cómo funciona la dentadura de un cocodrilo, construir una cerradura, medir el sol, medir la Tierra. Eso es lo que tenía en mente. Se dice que poseía un lagarto vivo al que decoraba artificialmente con alas, cuernos, ojos y barba; lo guardaba en una caja y de vez en cuando asustaba a sus amigos.
Algunos decían que Leonardo se había empantanado y que no tenía remedio. Para él era una forma de vida: no comprometerse con nada ni con nadie. No deseaba ser solo el geógrafo, el geólogo, el biólogo, el físico, el ingeniero mecánico, el pintor y escultor: le encantaba el cambio de roles. Nunca en sentido figurado.
Cantante, poeta e ilusionista
En Florencia y Milán fue conocido y apreciado como cantante (se hacía acompañar con la lira). También se hizo un nombre como poeta, al que alababan por su habilidad asombrosa de improvisar versos. Poseía un talento extraordinario para el arte del entretenimiento. Lo encandilaba lo ilusorio. Era un creador de espectáculos, un maestro del ilusionismo capaz de inventar la tecnología escénica más extravagante. Los grandes desfiles que organizaba eran presentados con efectos especiales de truenos y “monstruos mágicos”. Una fuente de ingresos eran los talleres de fotografía que impartía a varios de sus colegas.
Nunca se comprometió a desempeñar un papel ni político ni socialmente preponderante, posiblemente, debido a sus antecedentes. Leonardo no nació en el centro del poder ni en Florencia, donde las altas finanzas se concentraban en unas cuantas familias y grandes sumas de dinero fluían hacia la cultura. Procedía de la pequeña aldea toscana de Vinci, y el no tener ascendencia noble lo obligó a portar toda su vida una etiqueta adecuada a su condición. Fue hijo ilegítimo de una criada de 16 años. Aunque su padre, abogado, lo envió a Florencia en calidad de aprendiz al taller del famoso pintor Andrea del Verrochio, nunca se le permitió asistir a una escuela secundaria. Nadie hubiera creído que años más tarde Leonardo se codearía con los grandes intelectuales de su época, con poderosos príncipes, incluso con el rey de Francia.
¿Cómo surgió esto? Leonardo era un genio en bancarrota, aún más, un genio no consolidado. Su búsqueda incesante del conocimiento, lo llevó a regocijarse en la sabiduría de los demás. Sabía comportarse como un hombre exitoso, era sociable, y así conectó con los eruditos de su tiempo. En lo que concierne a su vida personal, nunca dejó de cultivar varias de sus peculiaridades: destacó por su inclinación a usar capas rosas y botas de cuero rojo, amaba a los hombres, no comía carne y se mantenía alejado de la Iglesia. Muchos de sus contemporáneos lo encontraban raro, como poseído.
En Milán no se le veía como un simple forastero, sino como un forastero pensante. Y aunque Leonardo estaba orgulloso de su enorme colección de libros, se llamaba a sí mismo un “hombre sin estudios”. Le daba tanta importancia a la lectura como al hecho de haberse convertido en un discepolo della sperientia.
Leonardo en el Renacimiento
El Renacimiento fue para él la época de esa experiencia. Europa se había puesto en marcha, con la mirada fija en aquellos lugares desconocidos del mundo que iban apareciendo en el horizonte; y en la historia antigua, con el propósito de labrarse una vida próspera, profundamente artística. Y en esta expedición hacia lo desconocido, uno podría apoyarse en esos genios extranjeros. Gente como Leonardo, que prefería mantenerse fiel a sus experientos y a través de ellos buscar nuevas verdades.
Como un niño inmerso en el asombro, todo para él se convirtió en una pregunta: ¿Por qué el cielo es azul? ¿Por qué debemos dormir? ¿Dónde tiene su lugar el alma? Desollaba el rostro de cadáveres para descubrir cómo se articula la risa. Estudiaba el viento, las nubes o el torbellino de agua, con tal de entender qué fuerzas invisibles trabajan allí. Sus cuadernos se desbordan en miles de páginas rebosantes de cálculos, bocetos e inventos.
Leonardo quería explorar las categorías filosóficas de “causa” y “efecto”, desvelar cómo se entrecruza lo pequeño y lo grande, el micro y el macromundo. Porque solo quien entiende cómo vuelan los pájaros, decía, puede incluso asaltar el cielo. Esa era su esperanza, su búsqueda de autoempoderamiento.
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La gente del Renacimiento ya no se ve a sí misma como el objeto de un creador, sino que ellos mismos se vuelven creativos e intentan formular lo eterno, el orden divino, según sus propios ideales; sobre todo Leonardo, que con mucho gusto habría atravesado montañas, tendido ríos o vencido la gravedad. Y con qué facilidad habría logrado cambiar el curso de la historia a través de su sabiduría e invenciones. Solo habría tenido que agrupar sus conocimientos, sistematizarlos, condensarlos en asignaturas. Seguramente, antes tendría que resolver un asunto más: aclarar cómo se mueven los cangrejos. ¡Nunca en línea recta!
En cuanto al ser humano, Leonardo cortó las piernas de un hombre, cercenó su cabeza, desmontó su cuerpo como una máquina para explorar su lógica, determinada por la geometría y la física. Lo convirtió en El hombre de Vitruvio, en la criatura descendiente del orden cósmico que simboliza la perfecta cuadratura del círculo y de la que obtuvo los parámetros de la divina proporción.
Tomado de Die Zeit
Traducción del alemán: Andrea Rivera
ÁSS