Mañana tendremos otros nombres es la gran radiografía del amor en tiempos de las redes. Con este libro, el escritor y crítico argentino Patricio Pron obtuvo el Premio Alfaguara de Novela 2019.
Sigue a una pareja que vive en Madrid. Ella es arquitecta, tiene miedo a hacer proyectos de futuro y busca algo que no puede definir. Él escribe ensayos, lleva cuatro años a su lado y nunca pensó en verse soltero de nuevo, en un “mercado” sentimental del que lo desconoce todo.
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Por las grietas de su derrumbe como pareja entran las amistades, sus consejos y sus vidas, la mayoría de las veces con más dudas que certezas. Es la generación Tinder, la de personas que eliminan a otras con un dedo; una generación en la que todos están expuestos y a la postre desencantados. Ella y Él, ya próximos a los cuarenta, comienzan a habitar esos nuevos espacios posibles en paralelo, sin desgarros románticos pero con una fuerte añoranza misteriosa que tal vez vuelva a reunirlos.
FRAGMENTO
Una línea de luz había ido deslizándose por el suelo hasta alcanzar el montón de hojas de papel. Eso significaba que uno de los últimos días de ese verano estaba terminando, o comenzaba, Él ya no lo sabía. Durante una época solía jactarse de que podía dormir siempre y en todos los sitios, solo tenía que cerrar los ojos y un instante después el mundo diurno terminaba. Pero en ese momento llevaba dos días sin dormir, y se preguntaba si alguna vez recobraría esa capacidad suya. Las hojas de papel se habían ido acumulando a sus pies en las últimas horas; habían caído más o menos cerca dependiendo de la fuerza con la que Él las había arrancado y arrojado. Ya no sabía si había comenzado ese día o el anterior, pero la idea le había parecido magnífica: arrancaría una de cada dos hojas de todos los libros que quedaran en el apartamento y después volvería a ponerlos en su sitio, como si nada hubiese pasado. Ella se había llevado sus cosas cuando Él estaba fuera pese a que le había pedido que lo hiciera en un momento en que ambos estuvieran en la casa. Pero Ella —que siempre había sabido más y mejor qué era lo que a Él le convenía, o lo que más se adecuaba a su naturaleza— había querido ahorrarle la escena —y de paso ahorrársela a sí misma, por supuesto— y se había llevado sus cosas en su ausencia. ¿Quién había dicho que el amor es un ladrón silencioso? No podía recordarlo ni le importaba. Ella no se había llevado todas sus cosas, sin embargo —Él suponía que no tenía aún dónde ponerlas—, y había dejado sus libros junto con los suyos, en las estanterías del apartamento.
A Él la idea de compartir la biblioteca no le había parecido la mejor ni la más conveniente, no por una sensibilidad excesiva frente a la propiedad privada —aunque, desde luego, solía ser muy celoso de sus cosas—, sino más bien debido a que sabía que tenía una cierta compulsión a quedarse con los libros de los otros. No era un ladrón, por supuesto. Pero había notado que en un par de rupturas anteriores se había hecho sin quererlo con libros que habían pertenecido a sus novias. No muchos, ni siquiera los que ellas le habían regalado —y que, tiempo después, le habían hecho pensar que nunca lo habían conocido realmente—, sino libros que habían sido de ellas y que Él nunca les había devuelto. Un pensamiento lo reconciliaba consigo mismo, a veces: que si ellas no habían notado su ausencia, si no le habían reclamado los libros ni le habían reprochado que se los hubiera quedado, era porque, en realidad, y de forma profunda, ellas no los necesitaban, o no los necesitaban tanto como Él, que tampoco los necesitaba en absoluto. Al final, ante el acontecimiento de la separación y de los terribles cambios que había suscitado y todavía iba a provocar, ningún libro era necesario, pensaba en ese momento. Una vez, sin embargo, al comienzo de su relación, Ella lo había tomado de la mano sorpresivamente y lo había conducido al interior de una librería frente a la cual habían pasado cuando regresaban de almorzar; se había detenido ante una de las estanterías y se había quedado mirando los libros con la expresión seria y reconcentrada que Él le había visto ya en alguna ocasión y que volvería a ver —y a amar— durante los cinco años siguientes, y a continuación había ido extrayendo de los anaqueles seis, siete libros que le había puesto en las manos sin decir una palabra. Al salir de la librería, después de que Ella pagara, se los había entregado diciéndole: “Los necesitas”. Pero Él —se decía— ya no podía afirmar por qué Ella creía que Él necesitaba esos libros ni cuáles habían sido, aunque lo recordaba perfectamente. De hecho, se acordaba muy bien de todo, lo cual constituía un problema dadas las circunstancias. La mitad de las páginas de los libros que Ella le había regalado reposaba en el suelo ya, separada del resto mediante el procedimiento de arrancar una de cada dos hojas, en lo que le parecía que era la forma más apropiada de repartir los bienes: si pudiera —pensaba—, cortaría también por la mitad la cama, la mesa, cada una de las sillas, las estanterías, las lámparas, los vasos, los platos, el fregadero, las plantas. Debía de haber una forma de separar también los recuerdos, de modo que, de todo lo que habían hecho juntos y les había sucedido, Él sólo se quedara con la mitad para que le fuese más liviana la carga. Desde luego hubiese sido mejor que Ella no lo dejara, pero eso ya había sucedido y Él —que alguna vez se había jactado de tener una extensa vida amorosa previa a la aparición de Ella pese a que solo había tenido dos parejas y, en ambos casos, por no demasiado tiempo— había descubierto, repentinamente, que no sabía cómo seguir adelante, que Ella se había llevado, también, las instrucciones para hacerlo. Afuera había calles y edificios y terrazas que debían de resplandecer con rabia al comienzo o al final del que era uno de los últimos días de ese verano. Más allá, pasando las sórdidas urbanizaciones, debía de haber enormes espacios desiertos y los prados de los que hablaban los poetas y los enamorados, pero Él lo creía imposible y ya no albergaba esperanzas de volver a ver todo aquello algún día. Pensaba en Ella, o más bien la sentía; mejor dicho, sentía su ausencia y la forma en que pesaba sobre Él desde el día anterior y pensaba que, si Él fuese un ladrón, un ladrón reputado y eficacísimo, robaría su ausencia y la arrojaría al mar para que nadie pudiese continuar padeciéndola, mucho menos Él. Pero no era un ladrón, por supuesto: pasaba una hoja y arrancaba la siguiente y continuaba así libro tras libro, intentando no pensar en lo que hacía, sabiéndose víctima de un dolor tan profundamente paralizante que no le permitía siquiera continuar llorando, sintiéndose solo por primera vez en mucho tiempo, hablando solo, tratando de recordarse a sí mismo —sin conseguirlo por completo— que no todo aquello que habían dispuesto que permaneciera unido se había roto y se había separado como las hojas que arrancaba de los libros y yacían a su alrededor, en el suelo, poco antes de que Él las recogiera y las arrojara a la basura.
G.O.
ÁSS