Ana, mi abuela, nació en Waranobich, un pueblo que le quedó chico desde sus primeros pasos. La visión de Ana llegaba hasta sitios tan lejanos que ni siquiera existían para los habitantes del pueblo.
Una niña de vestido al tobillo, pelo recogido, ojos azules que miran a través de las limitaciones impuestas a las mujeres. Naces, aprendes lo más elemental, te casas, traes al mundo muchos hijos. Si tienes la suerte de que sean hombres, habrás cumplido tu misión. Si no, entonces tu vida resultó vacua.
Punto.
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Pero Ana estudiaba como si cada página leída, cada suma resuelta, cada nuevo conocimiento pudiera llevarla a un lugar que, por alguna extraña razón, había infiltrado sus sueños. Sus padres la veían con preocupación. Esta niña no es normal.
Terminó primaria. Entre sollozos y miradas de corderito convenció a su papá de que le permitiera seguir en el Gymnasium los estudios más elevados. Descubrió que existen profesiones que también las mujeres pueden ejercer. No ahí, pero sí en otros países, porque allá afuera hay todo un mundo que vive con pensamientos nuevos. Algún maestro con ideas progresistas siguió respondiendo sus preguntas y alimentando sus ansias. Hay mujeres abogadas, doctoras, dentistas… Eso quiero ser, dentista. El profesor se dio cuenta de que había cometido un error al sembrar en la jovencita un anhelo irrealizable. Eso no es posible en este país, le explica, y mucho menos en este pueblo. Sólo en lugares como América.
América se convirtió en el mantra de Ana.
Unos años antes, un hermano de su mamá había hecho el viaje al nuevo continente y de vez en cuando recibían cartas repletas de las narraciones de un lugar asombroso y libre, en el que todos son iguales, los judíos y los gentiles conviven en paz y si trabajas puedes tener cualquier cosa que desees.
América.
Ahora nada la puede detener, se va a ir a Nueva York, a la universidad de Columbia a estudiar odontología. En su tiempo libre aprende inglés con libros que el profesor le presta a escondidas.
Si realmente te quieres ir tendrás que aprobar los exámenes. Es casi imposible que acepten a una mujer y mucho menos rusa, pero podemos tratar. Tengo un amigo que está dispuesto a ayudarnos con los trámites. Me imagino que el profesor hizo esto para quitarse la culpa de haber metido ideas revolucionarias en la cabeza de una niña sin derecho a sueños propios.
Meses después, llega una carta. Ana está aceptada.
El profesor la abraza, llora. Quisiera ser él quien emprenda el viaje sin regreso. Para los viejos es demasiado tarde.
Ahora el problema es decirles a sus papás. Ana tiene dieciséis años, edad de encontrar marido, no una carrera universitaria.
Entra a su casa con la carta de aceptación en la mano. La cabeza inclinada. El aliento le sabe a miedo, pero no es el miedo de los pogromos, es una ansiedad de vida, de demasiada vida, de esa que casi no cabe por imposible.
Minka, su mamá, la ve entrar y se asusta, sabe que algo ha sucedido. Corre a abrazarla. Vienen a la cabeza imágenes de violaciones, de ultrajes. Ana extiende la carta. La lee sin entender, está escrita en inglés. Ana le explica lo que esas extrañas letras quieren decir.
A pesar de estar feliz con la noticia, la mujer no dice nada, no puede hablar antes de que lo haga su marido, sería ir en contra de su autoridad y eso está prohibido. Mandar a su primogénita al otro lado del mundo, sola, en una travesía desconocida, suena aterrador. Sin embargo, Minka tiene cuatro hijas. Cada noche suplica a Dios que las cuide. Cada vez que llegan soldados rusos a romper puertas con gritos y amenazas, ella esconde a las niñas en el horno del pan. Las primeras veces alguna de ellas lloraba. Después se acostumbraron a la oscuridad, a sentir el temblor de sus hermanas. Cuando pasa el peligro Minka las saca, agradeciendo haberlas salvado una vez más. Pero ¿cuántas veces tendrá esa suerte? Si Ana se va a América ya sólo serán tres nombres por los cuales exhortar al Creador. Tres cuerpos temblorosos en el horno. Tres y no cuatro.
De ninguna manera, grita Jacobo.
Cuando Ana está a punto de suplicar, de reclamar, su madre la detiene con esas pupilas que saben decirlo todo. Yo me encargo.
Sí, mi bisabuela siempre se hizo cargo de cualquier situación. Despacio.
G.O.