¿Para qué escribir? Philip Roth respondió a esta pregunta en 1981, en entrevista con el Nouvel Observateur. Dijo que escribía para liberarse de su manera estrecha y aburrida de ver la vida; para conectarse, a través de la imaginación, con una narración madura que no fuera la suya.
¿Por qué no escribir? La pregunta es interesante y es lo que Roth decidió hacer en 2009: dejar de escribir. Cuando se le preguntaba sobre esta decisión, asumía una actitud de desinterés, como el personaje de Herman Melville, el escribano Bartleby. “Ya no tengo ningún interés en escribir ficción”, le dijo a un periodista que lo entrevistaba, “hice lo que hice, ya está hecho”.
Un mes después de dicha entrevista, en una conversación con la publicación Svenska Dagbladet de Suecia, Roth atribuyó su silencio a una poderosa sospecha: “ya produje mis mejores obras y cualquier cosa adicional sería inferior a lo ya escrito. Ahora no tengo la vitalidad mental, ni la energía verbal, ni la condición física necesaria para abordar y sostener un ataque creativo grande, de cierta duración, sobre una estructura tan compleja como la de una novela”.
“Atacar” es la palabra que sobresale de lo dicho, de manera tridimensional. Roth usaba esta palabra con frecuencia cuando escribía textos que no eran ficción, respondiendo a las agresiones que había recibido de lectores y escritores, dando voz a su resentimiento hacia los críticos, y cuando asaltaba, día con día, la hoja de papel en blanco. Durante sus primeros años como escritor, en Chicago, iniciaba su día gritándole al reflejo de su cara en el espejo: “¡Ataca! ¡Ataca!” Ese “poder de ataque” que Roth sostuvo por más de medio siglo es lo que hace que nos asombremos de su decisión de retirarse de la escritura.
Es cierto que pocos escritores se cuestionan tanto sobre sí mismos como Roth, pocos han mostrado tanta desesperanza ante los conflictos personales. Anthony Burguess no desperdició tiempo preocupándose si los cinéfilos que vieron la película Naranja mecánica, dirigida por Stanley Kubrick, pensaban que era un psicópata. A Vladimir Nabokov no le importó cuando lectores simplistas lo confundieron con un pedófilo. Sin embargo, Roth respondió múltiples veces a los juicios que recibió sobre su obra. Dijo: “los textos que he escrito, que no son ficción, son respuestas a las provocaciones”.
En las entrevistas en las que se defiende de las acusaciones de ser antisemita, en las conversaciones con sus contemporáneos y en los altercados con la comunidad judía, dibuja una teoría muy clara: el género de la novela es un baluarte contra los excesos de la vida moderna. Roth se sentía amenazado desde dos frentes: por el caos social de una nación en crisis política y por la decadencia cultural. Roth empezó a tratar estos temas en 1960: “El escritor americano de la mitad del siglo XX tiene sus manos llenas al tratar de entender, describir y validar la realidad de Estados Unidos. Es una tarea que entume, enferma, enfurece y por último genera una especie de vergüenza que envuelve nuestra ínfima imaginación. La actualidad rebasa nuestros talentos y produce hechos que pueden ser la envidia del novelista más fantasioso”.
Este dilema obsesionaba también a Saul Bellow; era el principal tema de sus ensayos. “El ruido producido por la vida misma es la gran amenaza —escribió en 1970—, los sonidos de la esfera pública, el estrépito de la política, la turbulencia y agitación que se iniciaron en 1914 y ahora alcanzaron un volumen intolerable”. Bellow temía que el hervor de la vida pública destruiría las condiciones necesarias para la creación y el gusto por el arte. Roth, quien escribió antes de los levantamientos sociales de los años sesenta, desarrolló más esta idea, al sugerir que la inestabilidad de la sociedad ocasiona que nos sea imposible distinguir entre la realidad y la ficción. ¿Para qué escribir o leer novelas si la realidad es igual o más fantástica que cualquier trabajo de ficción?
Sus preocupaciones pueden parecer minúsculas al verlas desde nuestra realidad, en el año 2018, cuando los sucesos parecen extraídos de una tira de cómics infernales, pero nos da consuelo que en los años sesenta la gente definía su entorno como desquiciado, igual que nosotros hoy en día. Durante la guerra de Vietnam, la realidad rebasaba la imaginación. Roth describió esa época como “alimentarse con una dieta permanente de Dostoievski” y definió el periodo presidencial del “grotesco” Richard Nixon como estar en el programa de televisión La pandilla. En los años ochenta, Roth dijo que por “la proliferación de la estupidez mediática y el cinismo de la comercialización, el estilo de vida americano está descontrolado”. Se quejó de que “ahora, hasta para las personas con buena preparación, es más fácil opinar sobre películas y programas de televisión que sobre literatura”.
La situación de tensión continuó en los años noventa. Roth le dijo a Ivan Klima que lamentaba la destructora influencia de “la televisión comercial, la que vuelve todo trivial”. Durante la presidencia de Bush exclamó: “estamos emboscados… por lo impredecible que es la historia” y en los últimos años del periodo de Obama escribió: “En cualquier lado hay poca verdad, hay antagonismo por doquier, todo está tan planeado que da asco, la hipocresía es gigantesca, no existe ningún control de la ferocidad de las pasiones, la cotidiana maldad se puede ver con solo presionar un botón del control remoto, armas explosivas están en manos de monstruos”. Este año, en un correo electrónico a la revista New Yorker, Roth escribió sobre la nueva manifestación de esta amenaza: “No es Trump como un personaje, un tipo de humano —tipo vendedor de bienes raíces, asesino capitalista violento e infantil—, lo que rebasa la imaginación, es el hecho de ver a Trump como presidente de Estados Unidos”.
Hacia el final de su carrera, en sus novelas y pronunciamientos, Roth empezó a predecir la extinción de la cultura literaria —un pasatiempo caduco para escritores envejecidos—. Pero en sus primeros ensayos críticos, describía el arte de escribir como “inmune a las incursiones de la cultura filistea amplificada electrónicamente para las masas” y como el antídoto más poderoso contra ésta. Qué mejor refugio de la simplificación categórica de la cultura para las masas que la riqueza de las grandes obras de ficción, con los brazos abiertos a las contradicciones morales y la complejidad de las emociones. Al crecer el volumen de los gritos de protesta, el valor de la ficción aumenta. En 1990 Roth escribió: “Cuando los medios de comunicación masiva nos agobian con el vacío de preocupaciones ficticias, la literatura seria es un chaleco de salvavidas mayúsculo, aun cuando la sociedad la ignora por completo”. En el maremoto actual, cojamos el salvavidas con más fuerza que nunca, abracemos la literatura y la ficción.
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The New York Review of Books. Título original: Roth Agonistes.
Título de la Redacción.
Traducción de Valentina Ortiz Pandolfi.