Los niños suben la cuesta de sílabas perdidas
en sus ojos. Dicen la A
como una esperanza cierta, ciertísima.
Debajo de cada letra
hay un fino apunte
como un grito imaginario
—en el tiempo sin tiempo, nuestro tiempo—
en la hondura de las paredes blancas.
Los ojos.
Las paredes blancas son los ojos.
Las paredes blancas son un libro.
Sus líneas,
hondos pozos del tamaño de un cuervo.
Los niños en el dibujo son niñas.