Una difícil pero tal vez encantadora proposición

Personerío

José de la Colina nos regala una encantadora anécdota sobre su primera conferencia y los errores de cualquier novato que ingresa en el mundo literario.

"Yo ser sufría el desconcierto de mirarla sin saber ella que estaba a punto de desmayarme", recuerda De la Colina.
José de la Colina
Ciudad de México /

¡Oh, la conferencia que di en el Paraninfo de la Universidad Veracruzana de Xalapa en 1959! Desde antes de ver en la mañanera y friolenta llegada en autobús a Xalapa que empleados municipales pegaban en las paredes de la ciudad carteles color rosa en los que se anunciaba, aunque ellos no lo supieran, una de mis primeras conferencias, yo la tomaba muy en serio y hasta con solemnidad, porque no iba a darse en cualquier ámbito universitario.

Y en el acto mismo, entre las presencias femeninas que abigarraban una buena parte de la xalapeña alta sociedad cultural y profesoral allí presente, habría de todo como en la viña del Señor, o más bien de las Señoras: habría matronas y matroncillas y señoritas de buen o mal o regular ver, y también maravillas como particularmente una muchachita delgada, morena, de ojos grises que se llamaba precisamente Griselda y era de grandes pómulos y carnosos labios a quien el fauno que creía yo ser sufría el desconcierto de mirarla subrepticiamente sin saber seguramente ella que el tembloroso conferencista casi se hallaba a punto de desmayarse, porque la mirada puede ser un compromiso fuerte.

Tan alterado estaba yo que recurría aturdidamente a los libros que tenía a mi lado sobre la mesa, con señaladores de papel entre las páginas para tener disponibles de citar lo que estos correspondían a mi discurso, así que tomé los de La región más transparente atribuyéndoselos a Sergio Galindo en lugar de Carlos Fuentes. Este trastueque ocurrió para gozo de mi amigo Francisco González Arámbulo, profesor universitario y traductor infatigable de todas las casas editoriales de México, que se sotorreía con su extraña risa casi afónica y luego vino a felicitarme por el interesante y radical giro que con sólo mi conferencia acababa de dar a la literatura mexicana de modo que se descubría, quién lo hubiera dicho, que Carlos Fuentes sería el seudónimo de Sergio Galindo y éste quizá seudónimo de aquél.

Algunas veces he pretendido que mi torpeza de entonces sería el comienzo de un método experimental que consistiría en verter un autor a otro, describiendo los hechos de uno con el modo de expresión invertido. Así, el fino y agudo Stendhal se traduciría a los modos de Faulkner, o el preciso y recortado Azorín expandiría a la prosa saturada de Pérez Galdós, o el genial, enfermizo y profuso Dostoievski se convertiría en el casi siempre alegre y robusto, aunque sencillo y emocional Saroyan.

Intenté en dos o tres ocasiones el experimento con mucho trabajo y tiempo, y creo que fracasé, pero a veces tengo la tentación de reiniciarlo. Tal “a ver qué sale” se lo dejo a escritores jóvenes deseosos de poner a prueba las identidades de los autores. Habría que buscar un estilo universal hecho de la trituración de todos los textos de un idioma, aunque eso envejecería a cualquiera, pero la tentación subsiste como tantas otras que acometen al autor cuando se enfrenta a la peligrosamente tentadora página en blanco.

​ASS

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