No hay nada nuevo bajo el sol. Esa práctica tan dañina ahora de moda, y que con expresión tomada de la avasallante lingua franca se llama fake news, ya existía mucho tiempo atrás. Ya existía, por ejemplo, cuando el periodismo inglés, de credenciales tan empinadas en su desarrollo, cruzaba la mitad del siglo XX. Así puede comprobarse en un ensayo de Evelyn Waugh, escrito en 1956, que lleva por título “Well–Informed Circles” y que se dedica a demostrar (con algún velo de pudor, claro: los ingleses, incluso si se llaman Evelyn Waugh, son corteses) por qué caminos más o menos falsos y mediante qué artimañas de dudoso cuño los periodistas, compulsivamente obligados a producir noticias, tienen que recurrir a subterfugios como el que reza “de buena tinta”, el que se ampara en el “según fuentes confiables” o el que habla “de acuerdo con rumores crecientes” para pergeñar unas medias verdades que resultan imposibles de confirmar o no cuentan con un respaldo legítimo. Esta escuela, apunta Waugh, enseña al periodista a sembrar sospechas, esquivar responsabilidades y le da un margen sin límites a su capacidad de inventar; lo lleva aquí a exagerar las cosas con un requiebro de estilo y más allá a tergiversar los hechos con una pirueta amoral —a balacear sus maquinaciones entre el rumor y el equívoco—. “Nada bueno puede surgir de unas prácticas dudosas que recuestan su autoridad en fuentes anónimas y acaban, de esta o aquella forma, por confundir” —resume Waugh.
Él, Waugh, describe así el escenario posible: “un periodista comenta que el gobierno paraguayo está en manos de una mafia militar —un asunto del que se enteró por una suerte de repentina revelación; y, si a renglón seguido, alguien le pregunta qué sucede con Hernandes, Cervantes y Albarez [sic en las tres ocasiones], lo más probable es que ignore olímpicamente esos nombres, por lo demás figurados”. Es claro que en el medio siglo pasado, cuando Waugh denunciaba estas prácticas espurias, no existían el internet ni las redes sociales, los mecanismos devastadores del día de hoy, pero sin forzar mucho la mano el veneno ya corroía la reputación de un oficio supuestamente nacido para el fomento de la recta información ciudadana. Llegamos así a lo que nos importa en esta reseña: no es en absoluto sorprendente que Waugh atacara con saña (y sarcasmo) lo que entendía que era un acto poco edificante y dañino; a menudo él mismo puesto a ejercer de periodista, pero sobre todo siempre subido al rango de un auténtico escritor, Waugh tuvo por mandato supremo ampararse en la ironía y con ella y desde ella dedicarse a no dejar títere con cabeza y a liquidar los lugares comunes hipócritas. Nada ni nadie se salvaba de ese método diríase arraigado en un robusto temperamento anarquista, tan raro de encontrar en un inglés nacido en el corazón refinado del condado de Somerset y en un hombre de retorcidas y abultadas ambiciones literarias. ”I know I have something in me, but I am desperately afraid it may never come to anything” —se resignó a decir en una ocasión melancólica.
Waugh fue un practicante implacable de la denuncia entendida como un instrumento para desenmascarar. La lectura de una reciente biografía, titulada Evelyn Waugh. A Life Revisited, escrita por Philip Eade y editada por el sello Henri Holt, ofrece un testimonio de tal propósito rector. El libro resulta revelador pero también fascinante porque expone, basándose en una correspondencia copiosa (de la que ya se conocían The Letters of Evelyn Waugh, de 1980, y The Letters of Nancy Mitford and Evelyn Waugh, de 1986) y en documentos proporcionados por familiares y amigos, una vida rica y variada, surcada por viajes numerosos y marcada por tres matrimonios y una larga progenie. Una vida real, la propia de Waugh, que a su vez da vida artificial a una obra que, a medida que se desenvuelve y crece, incorpora, registra y distorsiona los personajes que formaban parte del entorno del creador y habitaban el paisaje que lo encuadraba. Expuesto exhaustivamente ese juego de interposiciones en las páginas de Eade, allí a veces las criaturas de carne y hueso parecen más simpáticas o antipáticas o más divertidas o pesimistas que las criaturas inventadas, y desde luego a veces sucede exactamente lo contrario —una dialéctica, ésta, muy de novelista y de la que Waugh era un maestro consumado—. A nosotros, cabe acotar, lectores latinoamericanos, las piezas de Waugh nos piden un mínimo acomodo psicológico y sociológico para acceder a ellas, centradas como están en un universo que nos es mayoritariamente ajeno; pero, una vez dado ese paso, el acercamiento discurre sin tropiezos, de la mano de unos diálogos chispeantes y del ritmo caudaloso de la narración. El propio autor, en el prólogo a Decadencia y caída, pondría nombre a sus recursos literarios más frecuentes; informa, por caso, que “every thing is drawn, without malice, from the vaguest of the imagination”, y hace una referencia transparente a lo que llama “this little mirror”.