La poesía se lleva a escena. Las diosas del agua, poema de Jeannette L. Clariond, tendrá una lectura dramatizada este viernes 6 de mayo en el Museo de Historia Mexicana. Del poema que se adaptará en esta obra comenta la autora:
“El antiguo México sorprendió a los europeos por el lugar preponderante que asignaba a las cosas divinas. Era un mundo en el que la marcha del Cosmos estaba considerada asunto de Estado y donde había leyes que regían la búsqueda espiritual de los ciudadanos. La marcha ordenada del Cosmos asignó un lugar preponderante a los astros, y su función determinante en la vida del pueblo. Coyolxauhqui, la diosa lunar, es la representación de la necesidad de la caída para convertirnos en luz. No supimos leer su significación. La diosa, cae de la cima del templo y su cuerpo se desmiembra, y se convierte en Luna. El desmembramiento reclama la desintegración de la materia. Hay un vínculo sagrado entre el cielo y la tierra”.
De ahí el horror y la fascinación que despierta el universo precolombino, así agrega Jeannette L. Clariond: “De ahí también tantas equivocaciones. Pues el desmembramiento de las mujeres muertas continúa, no como expresión de la divinidad, sino como parte del horror que no consigue ver en el Mito el afán de trascendencia. Sería difícil imaginar a políticos de una sociedad pragmática invocar, para su propaganda, la necesidad del perfeccionamiento interior”.
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La lectura dramatizada estará a cargo de la compañía teatral Escena Seis 14, con dirección y adaptación escénica de César Antonio Sotelo. La presentación es a las 20:00, como evento presencial en el Auditorio del Museo de Historia Mexicana ( Doctor Coss 445 sur, zona centro). La entrada es gratuita hasta llenar el aforo. Habrá transmisión en vivo por Facebook Live.
Con autorización de Jeannette L. Clariond se reproduce enseguida el poema de “Las diosas del agua”, la lectura que será dramatizada.
Mi cuerpo cae en el agua.
Mi cuerpo y sus despojos, lanzados a la ciénaga, violados.
Yazgo en el fondo del lodazal.
Permaneceré en el fango
soles, lunas, oscuras profundidades.
¿Dónde el verdugo, un lago que lave el alma, un cerco para este cruel abismo?
La tinta se entumece en mi mano cuando quiero decir la estela
de rostros lacerados que se desintegran en la sal: los miro y me miran.
Oleajes de dolor se alzan cuerpo tras cuerpo, caen
sobre la arcilla endurecida.
El cielo y la tierra hunden sus miembros en una misma ruina.
Una soledad infinita hiende los pliegues de sus pies.
Cadáveres desmembrados de otras mujeres se confunden
entre capas de caucho y naftalina
llenando el espacio de ceguera y de humo, allí,
donde la claridad se oculta entre matorrales y ascuas
y la humillación triunfa sobre los sórdidos baldíos del mundo.
Ninguna escritura alcanza la malla que habrías hecho tuya
de haber escuchado los gritos entre prendas y fuego y piedras
en la herbosa confusión de las cenizas.
Yazgo en el fondo del lodazal.
Sólo brumas en este crujir de espejos donde bocas de canto mudo
exhalan su última vejación.
¿Cómo decir el miedo que despedazó a cada mujer, niña, adolescente?
¿Qué pasará con las almas y el hierro marcado en su pecho?
¿Cómo hacer que la Luna alumbre si el roto césped extiende
la memoria que olvida, incapaz de abrazar el horizonte?
El Sol clavó su filo en un fuego sin testigo. Y nadie quiso ver.
La agonía se apretó a los lloros, aferró los puños, y cedió la carne.
De los pasos nada queda salvo lilas ultrajadas.
Me abaten el dolor y la rabia ante esta afrenta. Mi compasión
no basta para las manos, las horas bajo el fango.
Ennegrecidas mis uñas, cavan en vano
en esta devastación sin un río que arrastre los féretros en su corriente.
No existen sepulturas. No existen los huesos. No existe la ceniza.
¿Contemplará este puñado de tierra seca algún día algún cielo?
Agua, soplo del ave: tres niñas desnudas junto al arroyo, su ropa
enrojecida cuelga de la alambrada. ¿Quién las abrigará?
Los brazos encogidos bajo la frente, los ojos vendados, los cuerpos
en el naufragio y nadie que asuma este dolor.
El collar arrancado de su cuello, la pulsera de la muñeca, el listón de la trenza.
Nadie podrá considerar apresurados mis cálculos:
sueño sus rostros como el preámbulo a una desesperanza sin fin.
Es leche lo que gotea de abismo en abismo ahogando los nombres.
Mi lamento estalla, dolida sombra, por la expiración de cada hora
y las palabras emigran lejos del espacio de la claridad.
Más oscuro que el astro en el eclipse, mi sofocado llanto
pide una disculpa ante el hueco recubierto de piedras, rescoldos,
membranosos tegumentos. ¡Disculpen nuestra falta!
Oh, Mujer, luz de mi linaje, tú no tenías que morir. Un hilo de mi tiemblo
quiere hallar tu corazón en el fondo de hondo lago.
Arranca de mí este silencio.
El tiempo también sangra.