Matthew Perry. Interludio: Nueva York, un capítulo de su libro

Uno de los actores de Friends, Matthew Perry, está lanzando El libro Amigos, amantes y aquello tan terrible (Editorial. Contraluz), en el que cuenta sus memorias y sus excesos. Aquí un adelanto proporcionado por la editorial española Contraluz.

Matthew Perry lanza su libro biográfico (Especial).
Ciudad de México /

Lo primero que hice después de pasar esos cinco meses en el hospital fue prender un cigarro. Luego de todo ese tiempo, la primera calada, el humo que entraba en mis pulmones, me recordó la primera vez que fumé un cigarro. Fue como una segunda bienvenida.

Ya no sentía aquel Dolor. El único problema era que, a raíz de la cirugía mayor de estómago, mi cuerpo había formado un tejido cicatricial que me hacía sentir como si mi estómago estuviera flexionado el día entero, pero no era dolor como tal. Era más bien una molestia.

Libro de Matthew Perry (Especial).

Pero nadie necesitaba saber esto, así que le dije a todo el mundo que sufría de dolor para poder conseguir OxyContin. Muy pronto, la dosis de ochenta miligramos diarios de OxyContin que había logrado conseguir bajo pretextos falsos ya no funcionaba, y yo necesitaba más. Cuando les pedí a los médicos que me aumentaran la dosis, se negaron; cuando le llamé a un dealer, accedió. Ahora lo único que tenía que hacer era bajar los cuarenta pisos de mi penthouse de veinte millones de dólares sin que Erin lo notara. (Juro por Dios que compré el lugar porque Bruce Wayne había vivido en un departamento así en Batman: El caballero de la noche.)

A lo largo del mes siguiente, traté de hacer esto cuatro veces más. Y, como podrás adivinarlo, las cuatro veces me atraparon. Era malísimo para esto. Como era de esperarse, alguien de arriba llamó para decir que este hombre debía volver a desintoxicarse. Así que… Luego de que me explotara el intestino, me sometí a una primera cirugía que requería que portara una atractiva bolsa de ostomía, un look que ni yo podía portar con estilo. Aún faltaba una segunda cirugía, para retirar la bolsa, pero, entre las dos cirugías, tenía prohibido fumar (los fumadores tienden a tener cicatrices más feas, de ahí la restricción). Por no decir que me faltaban los dos dientes incisivos; se me habían roto al morder una rebanada de pan con crema de cacahuate y aún no había tenido tiempo de arreglarlos.

Así que déjame ver si lo entiendo: ¿me estás pidiendo que deje de consumir drogas y fumar al mismo tiempo? Las cicatrices me importaban un carajo; yo fumo como chimenea, y dejar el cigarro era pedir demasiado. Lo que esto significaba era que tendría que ir a un centro de rehabilitación en Nueva York, y dejar el OxyContin y el cigarro al mismo tiempo. Y esto me aterraba.

Cuando llegué al centro de rehabilitación, me dieron Subutex para desintoxicarme, así que eso no estuvo tan mal. Llegué a mi habitación, y empezó a correr el reloj. Para el cuarto día, sentí que me estaba volviendo loco; este siempre había sido el día más complicado. Y me di cuenta de cuán estrictos serían con respecto al cigarro.

Se decidió que podía fumar durante mi desintoxicación, pero, una vez que me mudara al tercer piso, no habría más cigarros.

Fueron muy insistentes, tanto así que tuvieron que encerrarme dentro del edificio para impedir que saliera. Yo me encontraba en el tercer piso; a mi alrededor, Nueva York ronroneaba a la distancia, ocupándose de sus asuntos, viviendo la vida mientras una de sus estrellas de comida favoritas estaba en el infierno una vez más. Si ponía suficiente atención, podía escuchar el metro —las líneas F, R, 4, 5 y 6— muy por debajo de mí, o tal vez era el golpeteo de algo más, algo inesperado y aterrador e imparable.

Este centro de rehabilitación era una prisión, estaba convencido de ello. Una prisión de verdad, no como la que había inventado antes. Había ladrillos rojos y barrotes de acero negro. De alguna forma, había acabado en la cárcel. Nunca había violado la ley —bueno, más bien nunca me habían atrapado—, no obstante, me hallaba aquí, confinado, en el tambo, en la casa de detención. Sin dos dientes incisivos. Incluso parecía un convicto, y cada consejero era un guardia. Solo faltaba que me dieran de comer a través de la ranura de una puerta cerrada.

Odiaba ese lugar; no tenía nada que enseñarme. He tomado terapia desde los dieciocho años, y, para ser honesto, en este punto no necesitaba más terapia; lo que necesitaba eran dos dientes frontales y una bolsa de ostomía que no se rompiera. Cuando digo que desperté cubierto en mi propia mierda, estoy hablando de unas cincuenta a sesenta veces. En aquellas mañanas en las que la bolsa no se rompía, me percaté de un nuevo fenómeno: cuando me despertaba, disfrutaba unos treinta segundos de libertad mientras me tallaba los ojos para espantar el sueño, y luego la realidad de mi situación me golpeaba, y entonces rompía en llanto con una intensidad que envidiaría hasta la mismísima Meryl Streep.

Ah, y por cierto, necesitaba un cigarro. ¿Olvidé mencionarlo?

Estaba sentado en mi habitación haciendo Dios sabe qué cosa durante el cuarto día, cuando de pronto comprendí algo, no sé exactamente qué. Era como si algo me golpeara desde dentro. Pero, pese a que llevaba más de treinta años en terapia y que no tenía nada nuevo que enseñarme, tenía que hacer algo para borrar la nicotina de mi mente, así que dejé mi celular y salí al pasillo. Sin rumbo, no tenía idea de lo que hacía o adónde me dirigía.

Creo que intentaba caminar fuera de mi propio cuerpo.

Sabía que todos los terapeutas se encontraban en el piso inferior al mío, pero decidí evitar el elevador y dirigirme a las escaleras. En realidad, no sabía lo que ocurría —al día de hoy no puedo describir lo que sucedió, salvo que experimentaba una especie de pánico, confusión, un estado de fuga, y el dolor intenso había regresado; no se trataba de aquel Dolor, pero estaba muy cerca de serlo. Estaba en un estado de confusión total. Y tenía unas ganas intensas de fumar. Así que me detuve en esas escaleras, y pensé en todos los años de agonía, y en el hecho de que nunca pintamos nuestro patio trasero de azul, y en el maldito Pierre Trudeau, y en el hecho de que desde entonces hasta ahora era, y sigo siendo, un menor no acompañado.

Era como si las partes malas de mi vida se me aparecieran al mismo tiempo.

Nunca podré explicar a detalle lo que sucedió a continuación, pero, de pronto, comencé a golpearme la cabeza contra la pared, con la mayor fuerza posible. Quince-cero. ¡SLAM! Treinta-cero. ¡SLAM! Cuarenta-cero. ¡SLAM! Juego. Saque as tras saque as, volea tras volea, mi cabeza como la pelota de tenis, la pared como la cancha de cemento, todo ese dolor elevado pero breve, yo levantándome, golpeándome la cabeza contra la pared, sangre en el cemento y en la pared, y por toda mi cara, completando el Grand Slam, y el juez gritando: “JUEGO, SET, PARTIDO, MENOR NO ACOMPAÑADO, SEIS- CERO, NECESITA AMOR, SEIS-CERO, TIENE MIEDO AL AMOR”.

Había sangre por todas partes.

Luego de aproximadamente ocho de estos golpes aturdidores, una persona debió escucharme, y me detuvo, e hizo la única pregunta lógica:

—¿Por qué estás haciendo eso?

La contemplé por unos segundos y, luciendo como Rocky Balboa en cada una de las tomas finales, dije:

—Porque no se me ocurrió nada mejor que hacer. Escaleras.

PJG

  • Redacción
  • digital@milenio.com
  • La redacción de Milenio está compuesta por un equipo de periodistas y colaboradores con amplia experiencia en el campo del periodismo y la comunicación.

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.