Primera persona del singular de Haruki Murakami | Fragmento

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Fragmento del libro, cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Haruki Murakami. / Cortesía Grupo Planeta México.
Ciudad de México /

Pese a ser la protagonista de la historia que me dispongo a narrar a continuación, no hay mucho que pueda contarles de aquella mujer de quien incluso he olvidado su rostro y su nombre, y de la que, no obstante,confío en que haya hecho lo propio conmigo.

Cuando la conocí, yo todavía me encontraba cursando segundo en la universidad y no había cumplido aún veinte años, mientras que ella debía de tener veintitantos. El azar nos llevó a coincidir mientras trabajábamos en el mismo turno de uno de esos empleos a tiempo parcial, y a que nos conociéramos allí, y las insondables chanzas del destino quisieron que pasáramos una noche juntos y que no volviéramos a vernos.

A mis diecinueve años, no sabía nada de los asuntos del corazón, ni del mío ni, por supuesto, del de los demás, y aunque de vez en cuando me veía sorprendido y zarandeado por los bandazos de la tristeza y la alegría, todavía era incapaz de entender que, entre ambos extremos, podía desplegarse todo un abanico de estados intermedios, lo cual me desconcertaba a menudo y me desanimaba bastante.

Pero hablaré de ella.

Los únicos detalles biográficos que conozco son que escribía tankas, es decir, poemas de métrica clásica japonesa, y que había publicado un poemario. Nada más. Y lo de publicado es un decir, porque lo cierto es que todo, desde la encuadernación realizada con hilo burdo de cometa hasta la impresión de sus páginas y su precaria cubierta, parecía haber corrido por cuenta propia. Lo llamativo del asunto es que un buen número de aquellas tankas se me quedaron profundamente grabadas en la mente, e incluso diría que en mi corazón, y nunca he llegado a olvidarlas pese al paso de los años; tankas de amor y de muerte en las que se rechazaba la separación nominal de ambos conceptos.

Un largo trecho / se interpone entre ambos, / mar infinito.

¿Fue acaso sensato / volar hasta Júpiter?

Áspera piedra, / en ti mi sien apoyo, / fría almohada, y el flujo palpitante / de mi sangre escucho.

Yacíamos ambos desnudos en la cama cuando ella me preguntó:

—¿Te molestaría que dijera el nombre de otro chico en el momento de correrme?

—No —repliqué.

Mi sencilla respuesta no venía avalada por ninguna experiencia anterior en semejante tipo de excentricidades, pero, mientras no se tratara más que de eso, pensé que podría tolerarlo. Al fin y al cabo, sería tan solo un nombre, una palabra. Y una palabra no tenía por qué cambiar nada de lo que, en principio, iba a suceder entre ella y yo.

—Puede que —aclaró con cierta reticencia— no me limite solo a decirlo, sino que lo grite.

—¿Estás de broma? —exclamé de inmediato, con disgusto. Mi apartamento se hallaba en un vetusto edificio de madera de paredes tan finas y endebles como papel de pergamino, de manera que todo lo que superara un irrisorio grado de volumen sonoro se oiría con perfecta y nítida claridad en el piso de al lado. 

—Bien, pues morderé una toalla cuando llegue el fatídico momento, ¿qué te parece? —propuso resuelta.

Seleccioné la toalla más presentable y en mejor estado del cuarto de baño y la dejé junto a la almohada.

—¿Servirá? —pregunté.

Ella tomó la toalla y la mordió varias veces con concienzuda fruición, cual yegua que cierra sus quijadas sobre el bocado. Asintió con la cabeza  en claro gesto de aprobación.

Un fortuito encadenamiento de hechos nos había llevado a aquella pintoresca situación, en la que ambos desnudos en la cama comprobábamos la validez de determinada toalla cuya función era ahogar un grito orgásmico. Por mi parte, no había nada premeditado, como tampoco creo que lo hubiera por parte de ella.

Llevábamos medio mes trabajando juntos aquel invierno en un restaurante italiano de poca monta en Yotsuya, pero en puestos algo separados —yo fregando platos o como ayudante de cocina, según fuera menester, y ella como camarera— y apenas habíamos tenido la oportunidad de charlar con cierto sosiego. Ella era la única allí que no compaginaba el empleo a tiempo parcial con los estudios universitarios, y tal vez por esa razón era, entre todos los empleados, quien se tomaba las cosas con más tranquilidad e indolencia.

Había decidido dejar el trabajo a mediados de diciembre y, cierto día próximo a la fecha señalada, nos juntamos unos cuantos jóvenes empleados para ir a tomar algo a un bar cercano. Nada particularmente

ceremonioso, tan solo una agradable reunión entre conocidos regada con cerveza de barril y aderezada con algo para picar, a modo de despedida. Entre los numerosos temas de conversación informal que surgieron durante la hora que se alargó aquello, me enteré de que, con anterioridad, había trabajado en una pequeña inmobiliaria y como dependienta en una librería. Por lo visto, en ninguno de los dos empleos había hecho buenas migas con el jefe ni con el encargado. En el restaurante, sin embargo, no había tenido ningún problema de ese tipo, pero el sueldo era tan bajo que apenas le daba para vivir y, pese a sentirse relativamente cómoda allí, no le quedaba más remedio que buscar otro empleo.

Alguno de mis compañeros le preguntó qué nuevo trabajo aspiraba a encontrar.

—El tipo de empleo es lo de menos —replicó ella mientras se frotaba con la yema de los dedos las aletas de la nariz. Tenía a un lado de la  ariz, como si fuera una pequeña constelación, dos lunares coquetos—.

No espero nada de ninguno.

Yo vivía por aquel entonces en el barrio de Asagaya y ella en la ciudad periférica de Koganei, de modo que el trayecto más lógico para ambos consistía en coger el metro en la estación de Yotsuya y tomar la línea Chuo. Eran más de las once de una desapacible noche, fría y ventosa, cuando por fin nos subimos al metro y no sentamos juntos. El invierno se había recrudecido rauda y sigilosamente, pillando a todo el mundo desprevenido, sin guantes ni bufanda, o complementos similares, que de pronto resultaban imprescindibles. Cerca de Asagawa me puse en pie. Ella alzó la cabeza y, mirándome, dijo con un hilo de voz:

—¿Te importaría que me quedase esta noche en tu casa?

—Supongo que no. Pero ¿por qué?

—Koganei queda todavía bastante lejos —se excusó ella.

—Hay muy poco espacio y no veas el desorden que reina por todos lados —avisé.

—No importa —aseguró, y se agarró a mi brazo. 

Y así fue como acabó en mi pequeño y destartalado apartamento. Una vez allí, le ofrecí una lata de cerveza y cogí otra para mí. Bebimos  despacio, deleitándonos en el lento discurrir del tiempo. Tras apurar su lata, ella se incorporó y, como un fogonazo ante mi incrédula mirada, se desvistió con absoluta naturalidad y se metió en la cama. Ni corto ni perezoso, decidí desnudarme yo también y, tras apagar la luz, me metí en la cama, entre cuyas sábanas nos abrazamos torpemente tratando de entrar en calor. La noche era gélida pese a los esfuerzos de la estufa de gas, cuya pequeña llama apenas iluminaba la habitación. Permanecimos un buen rato en silencio.

Aquel repentino e inesperado desarrollo de los acontecimientos no nos lo puso fácil para encontrar un tema de conversación que no sonara forzado o postizo. Fuimos entrando en calor y nuestros cuerpos  perdieron la rigidez inicial y se fueron relajando, abriendo la vía a un nuevo flujo de sensaciones en la piel.

Jamás había imaginado un grado tan intenso de intimidad como el que estaba experimentando. Fue entonces cuando me hizo la pregunta a que me he referido más arriba:

—¿Te molestaría que dijera el nombre de otro chico en el momento de correrme?

—Supongo que se trata de alguien que te gusta, ¿no? —comenté, una vez preparada la toalla.

—Sí, claro que me gusta —admitió con desparpajo—. Muchísimo. Mucho, mucho. No me lo quito de la cabeza. Pero él pasa completamente de mí. ¿Qué digo? No solo no le intereso, sino que está metido hasta la médula en una relación seria con otra persona. Ya ves tú.

—Pero intuyo que os veis de vez en cuando...

—Me llama por teléfono cuando le apetece acostarse conmigo —replicó ella—. Como quien pidecomida a domicilio, ¿sabes?

Ante semejante declaración no se me ocurrió qué decir y guardé silencio. Ella deslizó entonces su dedo índice por mi espalda como si trazara las líneas de una figura geométrica o escribiera una palabra.

—Dice que soy fea, pero que mi cuerpo es de matrícula de honor —informó.

No estuve de acuerdo en que fuera fea. Si bien nadie afirmaría que su rostro era de una belleza canónica, el caso es que tampoco se me antojaba especialmente feo. No consigo recordar, sin embargo, detalle alguno de sus rasgos, y me veo, por tanto, incapaz de ofrecer una descripción fidedigna que pudiera ayudar al lector a formarse una imagen de ella.

—¿Y acudes a sus llamadas? —pregunté.

—¿Qué remedio me queda? Ya te he dicho que me gusta mucho —replicó con tono de obviedad—.

Además, de vez en cuando me gusta que el calor de un cuerpo masculino me conforte.

Me quedé pensando en sus palabras. No acertaba a entender con exactitud ese tipo de anhelo en unamujer. ¿Cómo era ese sentimiento en concreto al que se refería? Creo que es algo que nunca he llegado a entender, ni siquiera hoy día.

—Enamorarse de alguien es como contraer una enfermedad mental no cubierta por el seguro médico —declaró en un tono plano y monótono, como si leyera un letrero.

—Supongo que tienes razón —convine con honesta admiración.

—Así que, ya sabes, tienes vía libre para pensar en otra mientras lo hacemos —sugirió—. No irás a decirme que no tienes una musa de tus pensamientos, ¿no?

—La tengo.

—Entonces, grita su nombre en el momento del

orgasmo —propuso animosa—. Evidentemente, no seré yo quien te reproche que lo hagas. Consideré la posibilidad, pero no la llevé a cabo. Hicimos el amor y eyaculé en silencio. La relación que había mantenido con la chica de mis pensamientos se había deteriorado por determinada circunstancia y no había vuelto a recuperarla del todo, de modo que gritar apasionadamente su nombre en el momento del clímax se me antojó pueril. Por el contrario, mi compañera de cama se lanzó sin reparo, en caída libre, a un frenético grito que apenas logré sofocar colocándole la toalla entre los dientes justo cuando se disponía a chillar. Por cierto, qué dentadura tan fuerte y compacta la suya. Sería la  admiración de los dentistas.

¿Qué nombre salió de su garganta y quedó amortiguado a duras penas por la toalla? Vuelvo a preguntármelo ahora, y aunque no lo recuerdo con exactitud, sí sé que era de lo más vulgar y corriente; sé que me llamó la atención el hecho de que un nombre tan insulso pudiera albergar para ella una carga de sentido tan potente como para desear gritarlo con todas sus fuerzas. Sin duda, en las condiciones adecuadas, un simple nombre o una palabra bastan para conmover el corazón humano.

Al día siguiente, tenía una clase a primera hora de la mañana y debía entregar un ensayo para la evaluación del primer cuatrimestre. Evidentemente, no hice ninguna de las dos cosas y ello me causó considerables quebraderos de cabeza, pero esa es otra historia que no  viene del todo al caso contar en esta ocasión. Nos despertamos casi al mediodía e inmediatamente me levanté para preparar un café instantáneo y unas tostadas. Cogí unos huevos que quedaban en la nevera y, mientras los cocía, una embriagadora sensación de entumecimiento recorrió mi cuerpo bajo la deslumbrante luminosidad del sol, que brillaba desde su cenit con inusitado esplendor, dominando el azul raso e inmaculado del cielo.

Mientras mordía una tostada untada de mantequilla, ella me preguntó:

—¿Qué estudias en la universidad?

—Literatura —respondí.

—¿Aspiras a convertirte en novelista?

—No especialmente —repliqué con sinceridad—.

Al menos, no estudio literatura con ese objetivo concreto. 

En realidad, no solo no tenía particular intención de escribir novelas, sino que ni siquiera se me había pasado por la cabeza la idea de llegar a hacerlo (pese a que en mi clase había un abrumador número de estudiantes que habían expresado públicamente su ambición de convertirse en literatos). Ante semejante confesión por mi parte, ella pareció perder al instante el interés que pudiera tener en mí, si es que había tenido alguno.

Bajo la luminosa claridad del día, la nítida marca dejada por sus dientes en la toalla, tras hundirse en ella y apretarla con fuerza, adquiría una dimensión extraña. Observar su cuerpo a la luz del sol me produjo también cierta sensación que podía describir como de irrealidad. Algo en él no terminaba de encajar ni corresponderse con la persona con quien había pasado la noche. Era un cuerpo menudo y huesudo, lívido hasta parecer enfermizo, diferente del que yo guardaba en mi recuerdo de la noche anterior, cuando se acurrucaba entre mis brazos, con su voz mimosa y coqueta, y su piel de marfil bañada por el resplandor de la luna que se filtraba por la ventana. 

—Yo escribo poesía tradicional, escribo tankas —dijo abruptamente.

—¿Tankas? —pregunté.

—Sabes a qué me refiero, ¿no?

—Sí, claro.

A aquella edad relativamente temprana de mi vida, era un ingenuo y un completo ignorante de cómo funciona el mundo, pero al menos conocía la métrica de las tankas.

—Es que me ha sorprendido un poco, porque nunca me había cruzado con nadie que se dedicara a esa forma poética.

Ella sonrió divertida.

—Pues, mira, hay gente así. Aquí tienes a una.

—¿Debo suponer que perteneces a una agrupación poética o algo así? —pregunté de forma tan necia como candorosa.

—No, claro que no —contestó y se encogió levemente de hombros—. La poesía es cosa de uno, nace

del individuo, de su intimidad, ¿no te parece? ¿O acaso crees que es como jugar al baloncesto?

—Ya... Bueno, me parece curioso.

—¿Sí? ¿Te apetecería escuchar alguna?

Asentí con la cabeza.

—¿De verdad? —dudó ella—. ¿No lo dices por complacerme?

—Lo digo completamente en serio —aseguré.

Y no mentía. Cierta parte de mí ansiaba conocer lo que escribía una chica a la que había tenido entre mis brazos unas horas antes y a quien había tenido que poner una toalla entre los dientes para evitar que gritara a los cuatro vientos el nombre de un chico que no era yo.


Lo meditó durante unos instantes y, finalmente, dijo:

—Me da reparo recitar mi poesía aquí y ahora.Supongo que a estas horas de la mañana no encaja. Mira, vamos a hacer una cosa. Si tu deseo es sincero, te enviaré un volumen recopilatorio que he publicado, ¿de acuerdo? Dame tu nombre y tu dirección.

Apunté ambos en la hoja de una libreta, la arranqué y se la entregué. La tomó y, durante unos instantes, contempló lo que había escrito, luego dobló el papel por la mitad, lo dobló una vez más y lo guardó en el bolsillo de su gastado abrigo verde pálido, en cuyo cuello redondo llevaba un broche plateado con motivos florales de lirios de los valles. Aunque sigo ignorando como entonces todo sobre las flores y sus nombres, todavía recuerdo la chispeante sinfonía de brillos y destellos que emitían los lirios a la luz que entraba por la ventana (era un tipo de flor que hacía tiempo que me gustaba mucho).

—Muchas gracias por permitirme pasar la noche aquí. Lo último que deseaba era continuar el trayecto sola hasta Koganei —dijo como parte de su breve discurso de despedida—. A veces, las mujeres simplemente necesitamos sentirnos acompañadas.

Entonces lo comprendí. Supe que no volvería a verla. Simplemente, no deseaba continuar el trayecto sola hasta Koganei.

Fragmento del libro Primera persona del singular (Tusquets), © 2021, Haruki Murakami. © 2021 Traducción: Juan Francisco González Sánchez. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.



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