Le faltaban unas cuantas semanas a Rubem Fonseca para alcanzar los 95 años de edad, pero ayer en Río de Janeiro un infarto detuvo su andar y su mirada. De formación abogado, con múltiples trabajos que lo relacionaron con la policía, los ámbitos marginales y las mujeres y hombres que le tocó conocer se convirtieron en protagonistas de su obra, cuya presencia en México comenzó hacia 1992, como recuerda Rafael Pérez Gay.
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“En los años 90, Héctor Aguilar Camín viajó a Brasil y regresó con una novela que le había gustado mucho, Agosto. Quedé muy impresionado por esta prosa que puede ser tan inspirada como realista, una prosa que puede ser tan rápida y ágil como lenta, reflexiva y que va sobre la condición humana y, desde entonces, me dediqué a perseguirlo, contrato tras contrato, hasta comprarle 21 libros a lo largo de unos 15 años”.
De esa manera, la obra de Fonseca en México se pudo conocer por los libros aparecidos en Cal y Arena, 21 escritos recuerda el colaborador de MILENIO, entre los que se encuentran los que podrían considerarse como los más importantes del brasileño: Agosto, Diario de un libertino, El salvaje de la ópera, El cobrador, Feliz año nuevo o El gran arte.
“Fonseca se convirtió rápidamente, apenas publicamos el primer libro, Agosto, en un escritor de culto. Luego publicamos Grandes emociones y pensamientos imperfectos y con estas dos poderosas novelas entró al mercado mexicano, porque sus libros publicados en España no tenían el éxito extraordinario que sí tenían en Brasil, Italia, Alemania y otros lugares”.
Los contemporáneos de Fonseca suelen evocar que a mediados de siglo XX, los policías eran más jueces de paz, separadores de pelea, que autoridades; por eso, veía debajo de las definiciones legales, las tragedias humanas y conseguía resolverlas.
No le gustaba aparecer tanto en público, no tanto por pudor sino porque estaba convencido que, como escritor, debía mirar a su alrededor todo el tiempo: “Y cómo voy a ver a los demás, si ellos me están observando”, decía.
“Lo conocí de 67 años, lo trajeron la Universidad Autónoma Metropolitana y Bernardo Ruiz: era un hombre muy amable, afable y educado. Una noche fuimos a cenar y al terminar la noche nos dijo, ‘bueno, de aquí a dónde vamos’. Lo llevamos a un lugar que se llamaba El Clóset, y Fonseca empezó a tamborilear con los dedos, había buena música y estaba muy contento y dijo: ‘Este lugar tiene un toque mexicano, porque en otros lugares no se permite tocar y aquí veo que se van a unos rincones y pueden hacer cosas interesantísimas’.
“Salimos ya muy entrada la noche y encontré en su siguiente libro un relato titulado ‘La carne y los huesos’, la historia de un hombre que viaja a una gran ciudad, lo invitan a un lugar donde hay mujeres frondosas y voluptuosas, pero de pronto te enteras que su madre se está muriendo en Brasil, en los huesos: me di cuenta que era capaz de hacer un relato perfectamente estructurado y extraordinario de una experiencia”, recuerda Pérez Gay.
A los 21 títulos publicados en Cal y Arena, habría que sumar los tres volúmenes de Cuentos completos e Historias cortas, aparecidos en Tusquets.
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UN VIAJE A TRAVÉS DE FRASES SUBVERSIVAS
“Fonseca fue un hombre reservado en el sentido de que dijo: ‘no doy entrevistas a nadie, todo lo que quieran averiguar de mí está dentro de mis libros’”, dice Rafael Pérez Gay. No por nada dejó frases como “viajar es conocer idiotas que hablan otros idiomas”. El escritor debe ser esencialmente un subversivo. El escritor tiene que ser escéptico. Tiene que estar contra la moral y las buenas costumbres” o “El objetivo honrado del escritor es llenar los corazones de miedo: decir lo que no se debe decir”.