Louis Armstrong, trompetista y cantante, primer revolucionario del jazz que propagó el virus de esta música por el mundo, fue fiel a su idea de que “los músicos no se retiran, dejan de tocar cuando ya no hay música en ellos”. Meses antes de su muerte planeaba regresar a los escenarios. En 1969, por problemas de salud, pasó la mayor parte del año en su casa en el barrio de Corona en Nueva York, pero al verano del año siguiente retomó sus actividades, que incluyeron dos semanas de presentaciones en marzo en el Hotel Waldorf Astoria.
Al inicio de la gira, el columnista Earl Wilson reportaba: “Armstrong sopló su famosa trompeta cuando abrió su gira en el Empire Room del Waldorf Astoria, aunque le tomó tanta energía que se iba a la cama entre cada presentación”.
Eddie Adams, fotógrafo de prensa que adquirió fama mundial por una imagen en la que un general del ejército de Vietnam del Sur dispara a la cabeza de un integrante del Viet Cong, ejército opositor, también capturó fotografías icónicas del trompetista.
También asistió a su último concierto, pero no le fue posible acercarse a él. Luego de la muerte de Armstrong, escribió un artículo en el que cita lo que le contó sobre esa noche Ira Mangel, agente del músico: “Tenía lágrimas en los ojos mientras bajaba del escenario durante su última noche en el Waldorf. En todos los años que trabajé con él nunca lo había visto llorar”.
Ante este testimonio, el fotógrafo reflexiona: “Esa última noche en el Waldorf, cuando Pops dejó el escenario, salvo él, nadie sabía que nunca volvería a tocar en público”.
El 6 de julio de 1971 su corazón no resistió y murió mientras dormía. El músico dejaba al mundo un legado musical que enriqueció el siglo XX y se mantiene incólume en esta centuria. Sobre su genio hay infinidad de testimonios, incluidas las siguientes estampas de escritores que fueron tocados por su mágica trompeta.
Enormísimo cronopio
En su inolvidable crónica de un concierto en París, “Louis, enormísimo cronopio”, Julio Cortázar creó una deliciosa e irrevocable imagen: “Parece que el pajarito mandón más conocido por Dios sopló en el flanco del primer hombre para animarlo y darle espíritu. Si en vez del pajarito hubiera estado ahí Louis para soplar, el hombre habría salido mucho mejor”. Después lo describe “cantando, riendo con toda su cara de niño irreformable, Louis cronopio, Louis enormísimo cronopio, Louis, alegría de los hombres que te merecen”.
En Rayuela, el propio Cortázar habla del sensual efecto de su trompeta como “el falo amarillo rompiendo el aire y gozando con avances y retrocesos y hacia el final tres notas ascendentes, hipnóticamente de oro puro, una perfecta pausa donde todo el swing del mundo palpitaba en un instante intolerable, y entonces la eyaculación de un sobreagudo resbalando y cayendo como un cohete en la noche sensual”.
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En El coloso de Marusi, Henry Miller también describe la sensación que le provocaba verlo tocar: “Louis puso sus adorables labios gruesos en su trompeta dorada y sopló. Sopló una gran nota áspera (...) y las lágrimas salieron de sus ojos y el sudor le escurrió por el cuello. Louis sintió que traía paz y júbilo a todo el mundo”.
El escritor y musicólogo Alejo Carpentier lo situaría en las alturas celestiales en el clímax de su Concierto barroco, cuando afirma que “hacía vibrar la trompeta como el Dios de Zacarías, el señor de Isaías, o como lo reclamaba el coro del más jubiloso salmo de las escrituras”.
El chico que a los 13 años disparó una pistola en la calle para celebrar el Año Nuevo tuvo la fortuna de ser llevado a un reformatorio, pues allí pudo estudiar la trompeta y, con el tiempo, formar parte de una banda que salía a desfilar a las calles, donde pasó su primera prueba de fuego ante un público estricto y conocedor, como escribiría en su autobiografía, que merece estar en esta selección.
“Todas las putas, los chulos, los jugadores, los ladrones y los vagabundos esperaban a la banda, porque sabían que Dipper, el hijo de Mayann estaría con ella. Pero nunca habían soñado que estaría tocando la corneta, soplándola tan bien como lo hacía”.
El resto es historia…