La fotografía es, en cierto modo, habitual. A cuadro aparece la mujer que protagonizó una de las obras más célebres de Andy Warhol, el símbolo sexual que inauguró la revista Playboy en los 50. Destaca la cabellera rubia y alborotada, una tensión sutil en los labios y la mano frágil sobre las rodillas: una pose digna de portada. Hay, sin embargo, un elemento que podría parecer anómalo para quien sólo la conozca por Los caballeros las prefieren rubias —quizá su película más popular—. En la mano derecha, Marilyn Monroe sostiene un ejemplar del Ulises de James Joyce. En ese instante, a la actriz el resto del universo le parece inexistente.
Eve Arnold, autora de aquella imagen capturada en 1955, cuenta que por aquellos años, Marilyn llevaba el Ulises a todas partes y que aunque avanzaba la lectura con parsimonia, le gustaba leer en voz alta para darle sentido a las palabras. Mientras la fotógrafa preparaba su carrete, la rubia tomó el libro y se desconectó del mundo. Arnold se apresuró a congelar ese instante.
Aquella imagen se volvió casi tan popular como el rostro mismo de Marilyn Monroe. Lo insólito, sin embargo, es que las muestras de esa pasión lectora son tan abundantes como cautivadoras.
Perseguida por su propio estereotipo, Marilyn —la mujer que aseguraba preferir los escotes pronunciados porque no le gustaba que la miraran a los ojos— fue, quizá, la promotora más incendiaria de esa precepción. No obstante, cultivó otra vida más bien reservada, en apariencia incompatible con el rostro que el mundo conoció de ella. Como si se mirara en un espejo, Monroe creó una reiteración de sí misma. Un reflejo que delata su condición enigmática y contradictoria. Se convirtió en la mujer que podía cantar ‘Los diamantes son los mejores amigos de una mujer’ y, al mismo tiempo, extraviarse en la poesía de Walt Whitman.
En repetidas ocasiones se especuló sobre el vació existencial que la agobiaba. También en ese sentido Marilyn fue una contradicción. Capaz de suscitar desmayos cuando aparecía a cuadro, era “la mujer más triste del mundo” detrás de cámaras, según contaba Arthur Miller, con quien estuvo casada por cinco años. No fue Miller quien despertó la vena lectora de Monroe, sin embargo sí le dio cauce a sus ambiciones intelectuales.
En 1962, Marilyn murió en California a los 36 años. Varios años después, en 1999, la casa de subastas Christies’s remató su biblioteca personal, que superaba los 400 ejemplares. No se trata de una colección inmensa, pero reunía autores y títulos notables que revelan un olfato finísimo para las letras.
Se sabe que, además de los libros de Whitman y Joyce, Marilyn atesoró textos de Fitzgerald, Hemingway, Stendhal, Chéjov, Poe, Dostoievski, Kerouac, García Lorca, entre varios otros.
Curiosa irremediable, trasladó su interés en las letras a su propia creación. Fragmentos reúne sus poemas, notas personales y cartas íntimas. Cuando la rubia murió, su exesposo, Arthur Miller, dijo que Marilyn “fue una poeta callejera que habría querido recitar sus versos a una multitud ávida de arrancarle la ropa.”
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