En la empedrada calle, apenas iluminada por una mortecina luz anaranjada, que da la bienvenida al pueblo, es descubierto el cuerpo de un muchacho alrededor de las cuatro de la mañana de una fría madrugada de febrero por vecinos que —morral al hombro— salen de sus hogares dispuestos a comenzar el peregrinar diario hacia la ciudad que se entreteje con estrechas callejuelas en el paisaje de un pueblo lejano incrustado entre montañas.
Aparte de los datos generales, no se escucha nada más del tema. En realidad, en Piódão, no se escucha mucho acerca de nada. El silencio es un manto que recorre la sinuosa figura de la Serra do Açôr hasta llegar al recóndito poblado luso. Las miradas desconfiadas pero curiosas de los habitantes, acompañadas de un corto saludo, son la forma de comunicación predilecta allí, donde cualquier ruido es una intromisión violenta, y es posible escuchar en la montaña la bocina de un automóvil pitando desde la entrada del pueblo, las conversaciones resonando por la calle entera, los cascos de un caballo que vuelve por el camino que baja de la iglesia, pero donde no es posible escuchar la detonación de un arma destrozando la cara de un joven.
Con el transcurrir de la mañana el rumor llega, en voz baja, a la mayoría del pueblo. Ha sido un ajuste de cuentas, dicen. Se nota. ¿De qué manera? Nadie lo sabe. Pero sí que el muchacho intentó poner en su lugar a quien no debía. ¿A quién? Nadie lo sabe tampoco. Mas las miradas furtivas de algunos hombres indican lo contrario. El ambiente de secretismo que envuelve a los pobladores se hace más pesado, y las respuestas, evasivas. En un lugar en el que nunca pasa nada, se esperaría una reacción opuesta. Miedo, curiosidad, alarma. Pero todo lo que queda es silencio.
Sin embargo Erica, la citadina recién llegada, exige respuestas. No acata la implícita norma de mutismo del pueblo, ni la justificación de justicia propia. Su indignación crece cuando su anciana vecina Cristina confirma, en un intento por mantenerla callada saciando su curiosidad, que todos saben quién lo hizo, ya que esa misma mañana le ayudaron a escapar a través de la sierra.
La indignación de la muchacha no hace más que aumentar. "Es porque el pueblo no se la ha tragado todavía", reflexiona Cristina. "Pero lo hará". Y entonces podrá ver al silencio de Piódão como el refugio que en realidad es.
Un refugio para aquellos que, como ella, naufragaron en sus bosques hace décadas, huyendo de su pasado en otras sierras y pueblos. O para aquellos que, como su vecino Fernando, buscaban un lugar pacífico para terminar sus días, uno a donde no extrañara llevar consigo un machete perpetuamente manchado de sangre, en caso de que llegaran a encontrarlo.
Erica no sabe que el pueblo, como tantos otros pueblos muertos perdidos entre montañas, es un refugio para personas con demasiado que esconder.
No lo sabe porque Piódão no se la ha tragado todavía.
Pero lo hará.
Tercer lugar
Autora: Lorena Fernanda Rosas Silva
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