Si bien el Diego Rivera caudillo emerge al monopolizar la decoración de la Secretaría de Educación Pública entre 1923 y 1928, bajo la gestión de los secretarios Vasconcelos y Puig Cassauranc (quien suspende el financiamiento a los andamios, salvo para Rivera), es con el alemanismo que los “Tres Grandes” se afianzan: se declara patrimonio nacional la obra pública habida y por haber, y se funda la Comisión de Pintura Mural que nombra a Siqueiros, José Clemente Orozco y Rivera responsables de la selección de candidatos que intervendrán los edificios de gobierno (María Izquierdo estará entre los rechazados).
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Rivera regresa en 1941 de Estados Unidos, donde sembró alegorías marxistas sobre el trabajo redentor que dignifica al hombre y producirá un Estado emancipador. Allá consolidó su fama de muralista, gracias en parte a la estancia moscovita de 1927-28 que lo sensibilizó al trotskismo y lo abasteció de fuentes visuales con trasfondo de utopía proletaria e industrializadora. En México, la ideología socialista de la posrevolución y la prioridad política de convertir la educación y la cultura en agentes de transformación, a nivel de calle y a escala federal, cedieron el paso al fomento al auge económico, el turismo y la inversión extranjera.
En consonancia con el nacionalismo de la primera hora, Rivera llama, en los frescos de las escaleras y los corredores de Palacio Nacional, a fortalecer la identidad del mexicano a través de la epopeya gráfica del pasado mesoamericano hasta la Constitución de 1917. ¿Una hiperbólica historieta que fragua cierta iconografía indigenista y proletaria? Sin duda. Pero la SEP es la matriz proselítica de su proyecto plástico agenciado con medios fácilmente asimilables: la figuración realista, la ilustración de tira cómica, la narración en episodios. El dibujo precisa los detalles, la factura juega planos yuxtapuestos y volúmenes sombreados, la composición gira en enérgico ritmo envolvente, y la transparencia del fresco ilumina la paleta en regias gamas tónicas y contrastadas.
Rivera traza un sosegado recorrido costumbrista por las regiones de México, a través de las fiestas y los oficios típicos de cada una, bajo un ángulo documental que denuncia los conflictos de clase. El trabajo se concibe como una actividad físicamente gratificante, moralmente edificante, que se presta a una plasticidad armoniosa y cadenciosa. Una simbología híbrida, entre pagana, masónica, cristiana y laica, impregna algunas escenas, a fin de conmover a una población mayoritariamente iletrada y católica. (En la década de 1920, Rivera se había afiliado a la Hermandad Rosacruz Quetzalcóatl, junto a Jesús Silva Herzog, Manuel Gamio, Marte R. Gómez…)
El paisaje se relega al segundo plano. En su lugar prolifera un personaje genérico: “el pueblo”, los anónimos insurrectos de rostro, sombrero y ropa de manta que Rivera esquematiza para comunicar la idea de unidad y determinación. Las imágenes cobran la fuerza de un manifiesto político, que atribuye valores sociales, morales y culturales a obreros y campesinos. Rivera construye una leyenda.
En su obra mural, que evoque la civilización totonaca o la Liga Nacional Campesina, la figura recurrente es la del indígena, que desplaza a los otros sectores de la población. Rivera uniformiza rostros e indumentaria: crea un arquetipo y a la vez un estereotipo, que contribuye a identificar lo mexicano exclusivamente con las etnias. Y sopla un aliento optimista en estas apologías que muestran al pueblo triunfante, participativo, virilizado.
La consigna es la unión entre las clases, que se consuma al compartir el pan: campesinos, soldados, obreros y científicos. Señala Olivier Debroise: “El virtuosismo de las composiciones, la precisión del dibujo, la voluptuosidad de los colores, la sensualidad de las figuras están al servicio de la idea de un México armonioso hasta en sus más violentos contrastes, edénico hasta en (o por) su atraso secular, alegre hasta en sus más sangrientas revoluciones”.
Según su biógrafo Bertram Wolfe, “Diego empezó a idealizar todo lo azteca: la vida cotidiana, el ritual, la cosmogonía, la manera de emprender la guerra y hasta los sacrificios humanos”, a los que adoba de belleza y emotividad. En Palacio Nacional, la gigantesca síntesis de tradiciones, ceremonias, artes, manufacturas, productos, trueques, métodos de cultivo y explotación de recursos naturales, da lugar a una desbocada idealización del esplendor perdido.
El fresco La gran Tenochtitlan exalta al tianguis de la antigua capital mexica y su sistema precapitalista de comercio popular y de convivencia pacífica, con sus mercaderes, curanderos, tamemes, sacerdotes y mujeres de placer. En cambio, los tableros de la Conquista ridiculizan a la escoria colonizadora. La caricatura adquiere tono panfletario; el maniqueísmo de la interpretación se traduce por una factura más rígida, que pierde el calor imaginativo y la vitalidad de los paneles de la SEP. Aun así, Rivera intenta inyectar mayor expresividad a su lenguaje.
Adopta dos mecanismos para teatralizar la historia y la vida cotidiana: el énfasis, que amplifica el discurso para impresionar al espectador; y la imbricación, que al eslabonar elementos dispersos confiere coherencia y continuidad a la trama. Es una retórica reductiva, acaso inverosímil, pero suficientemente vigorosa para transmitir un mensaje convincente.
De la SEP a Palacio Nacional, se asiste a un constante mejoramiento de la técnica del fresco y a una mayor acuidad en los recursos plásticos de Diego Rivera, así como a un programa cada vez más complejo y acotado a un proyecto político-social encaminado a exaltar el nacionalismo, para difundir el conocimiento de la propia historia entre las clases desposeídas. Al cabo, ambos ciclos pictóricos proveen un testimonio sociológico que compila las corrientes ideológicas del mundo occidental en la era moderna. Esta reivindicación patriótica atravesará el siglo, hasta que otros artistas promuevan valores intrínsicamente plásticos para elevar la esfera estética por encima de la polémica ideológica, Tamayo en primer lugar.
nerc