De niño odiaba los frijoles, tanto como los días lluviosos y los deberes escolares. Con el tiempo aprendes que nada es tan malo como piensas.
Mi abuelo me contaba que había llegado de Portugal huyendo de la Gran Guerra, que había abandonado Lisboa y todos sus recuerdos. Yo sabía que era mentira, su acento jarocho lo delataba. Era increíble sentarse a su lado y escuchar historias de una ciudad que nunca conoció, era increíble como contaba recuerdos que nunca existieron. Del abuelo podías esperar cualquier cosa, pero sobretodo, esperabas sus historias.
Una tarde llegó a casa, viendo que me rehusaba a comer los frijoles que mi madre me había servido, entró en la cocina y los preparó en una sartén. Con un poco de aceite acitronó cebolla y machacó los frijoles al tiempo que los volteaba lanzándolos al aire y los recibía de nuevo en la sartén. Diez minutos después terminaría limpia y casi reluciente como antes de ser usada.
Años después mi padre me contaría que para mantener a su incipiente familia el abuelo vendía todos los días virotes rellenos de frijoles fuera de las escuelas, y así también, invariablemente todos los días regalaba algunas tortas a los niños más necesitados.
Hace muchos años el abuelo se fue, sobra decir que lo extraño mucho, a sus historias y sus “frijolinhos”, como él les decía. Adivinaron, las únicas palabras que mi abuelo sabía en portugués las aprendió escuchando los nombres de los jugadores de fútbol en su vieja radio.