Milton Glaser, el diseñador detrás del emblemático símbolo 'I Love NY'

Recordamos a Milton Glaser, quien murió el pasado 26 de junio en Manhattan, con las palabras mediante las que expresó su amor por la vida, el arte, el trabajo y la ciudad de Nueva York.

Milton Glaser, el diseñador detrás del logo 'I Love NY' (Especial).
Andrea Serdio
Ciudad de México /

El día que cumplió 90 años, Milton Glaser recibió en su estudio de Nueva York al reportero italiano Filippo Brunamonti, del periódico La Repubblica. Como era habitual, el diseñador se encontraba concentrado en un nuevo proyecto: “Sin trabajo, mi vida no tiene sentido”, confesó en el curso de ese encuentro memorable, divertido, aleccionador, lleno de sabiduría.

Glaser, nacido el 26 de junio de 1929 en el Bronx, en una familia de inmigrantes judíos de origen húngaro, es autor de uno de los símbolos más reconocidos de nuestra época: un corazón en medio de las letras “I” y “NY”. Lo dibujó una noche de 1977 en el asiento trasero de un taxi, en el que viajaba con la que fue su esposa durante 63 años, la fotógrafa Shirley Girton.

Era una época difícil para la ciudad, inmersa en la violencia y la inseguridad, con balaceras y apagones constantes, con basura por todas partes. Glaser recuerda: “Tenía crayones rojos en la mano y una hoja de papel. El amor es un lenguaje universal, todos lo entienden”. 

Actualmente el original de ese dibujo, hecho sobre una servilleta de papel, forma parte de la colección permanente del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Modificó el diseño en 2001, tras los ataques del 11-S a las Torres Gemelas, agregando una pequeña mancha oscura en el corazón y las palabras “More Than Ever” (Más que nunca). En ese momento, afirmó Glaser, la ciudad volvió a unirse. 

Orgulloso de su oficio, Milton Glaser recibió a Brunamonti con las siguientes palabras: “Llámame Diseñador. De apellido: Lo que sea”. Actualmente es una leyenda en el mundo del diseño. Fue fundador del New York Magazine y The Underground Gourmet. Diseñó periódicos como The Washington Post y creó imágenes imborrables, como aquella silueta de Bob Dylan de perfil con el pelo alborotado como caleidoscopio, fraguada en el esplendor de los psicodélicos años sesenta.

Con profunda convicción cívica, Glaser empleó su talento para oponerse a la elección de Trump, y en uno de los tableros de su estudio se leía la frase: “Votar es existir”. Tal vez porque siempre fue capaz de tomar decisiones para preservar lo que él consideraba el bien más valioso: la libertad, afirmaba que para conseguirla era preciso “serte fiel a ti mismo”.

Cuando el reportero de La Repubblica le preguntó sobre el I Love NY, Glaser respondió: “Hoy, no sé qué queda de ese corazón”. Porque la ciudad ha sido tomada por la industria inmobiliaria, que crea complejos enormes solo accesibles para unos cuantos. 

“Los millonarios que viven allí no tienen idea de lo que es vivir fuera. Viven felices en sus recintos lujosos. Pero cuando en Chelsea un magnate compró una casa del siglo XIX y quiso agrandarla como un yo-yo, la comunidad se opuso y logró bloquearlo, protegiendo su vecindario y su historia. Nueva York todavía sabe cómo hacerse oír”, concluía satisfecho. 

A Glaser le gustaba la ciudad cuando era más económica, cuando sus amigos del Lower East Side pagaban siete dólares de alquiler al mes. Pero se volvió inaccesible y el prefirió irse a vivir a Woodstock. “Al campo, al espacio infinito. Ahí es donde regreso, junto con mi esposa, después del horario de oficina”.

Pegado en la puerta, a un lado del escritorio de Glaser, recuerda Brunamonti, había un cartel con la leyenda: “El arte es trabajo”. “Es mi lema –apuntó el diseñador– desde los días de Push Pin, el estudio de diseño gráfico que fundé en 1954 junto con Seymour Chwast y Edward Sorel. Sin trabajo, mi vida no tiene sentido”. Su estudio había estado en el piso treinta y dos desde 1965. “En el de arriba, con Clay Felker, comencé New York Magazine”, rememoró el día de su cumpleaños 90.

Como diseñador, Glaser se declaraba “hijo torcido del modernismo” y decía que no podía evitar inspirarse en el art nouveau, el secesionismo vienés, el renacimiento y los utensilios africanos. “Mi sangre es judía: un errabundo como yo, siempre está buscando estilos que no son suyos”, explicaba con humor.

Cuando el periodista italiano le preguntó qué tan importante era para él el dinero, Glaser respondió: “Hace tiempo leí en un periódico la historia de Peter Max, artista que una vez trabajó en mi estudio. Su esposa se suicidó debido a una disputa familiar por sus obras. Recuerdo que cuando rompí relaciones con él, comenzó a imitar lo que yo había hecho, incluidos los colores caleidoscópicos que usé para los Greatest Hits de Bob Dylan en el 67, la silueta, el cabello levantándose en ondas. Un riff inspirado en un autorretrato de Marcel Duchamp, iluminado con arte persa. Peter ganó millones. Yo, con Bob Dylan, en ese momento no gané dinero. Ahora Peter sufre de una forma de demencia que no le permite trabajar solo; parece que lo convencieron de poner su firma en dibujos de otros artistas. Moraleja: su sed de dinero lo llevó directamente al infierno”.

De su época de estudiante en Bolonia, Italia, recordó su encuentro con Giorgio Morandi: “Me habló del arte sin hablar nunca del arte. Esta fue su fortaleza. Inmediatamente sentías que para Morandi el arte era la vida. Su dedicación a la pintura es la razón por la que yo sigo aquí a la edad de noventa años”.

Glaser no tuvo hijos, pero sí miles de discípulos dispersos por el mundo. Hasta sus últimos días continuó diseñando, dibujando, recordando las palabras de su madre: “Ella me dijo que yo podía hacerlo todo: tenía razón”.

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