El inglés medieval, en alguna variante de su época, comenzó a usar en el siglo XIV la palabra secta, que desde el latín tiene una con-notación religiosa, como un cuerpo eclesiástico organizado, pero también se refería a una facción con una forma específica de vida poco ortodoxa. Secte y secta se convirtieron en sect para distinguir a un culto percibido a menudo como extremista, de acuerdo con el diccionario Merriam-Webster, mientras que en español la tercera acepción de la Real Academia define, a partir del latín también, una “comunidad cerrada que promueve o aparenta promover fines de carácter espiritual, en la que los maestros ejercen un poder absoluto sobre los adeptos”.
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De cultos y sectas algo sabe Estados Unidos, donde incluso figuras de alto perfil público son seducidas por falsos profetas con una característica en común: son maestros de la manipulación, lo que les permite ampliar de forma exponencial sus filas con gente dispuesta a ser parte de una comunidad fuera de lo común, a la que aportan sus distintas habilidades. De la cienciología a los davidianos, pasando por la familia victimada de Sharon Tate, la tradición exhibe un crisol de barbaridades y abusos cometidos en nombre de sujetos particulares: L. Ron Hubbard, David Koresh, Charles Manson...
Estos personajes ejercen una fascinación descomunal en el imaginario. Nadie puede poner en duda que sus historias son extraordinarias en el sentido de poseer una alta dosis de circunstancias insólitas, tantas como las que rodean a los asesinos seriales, en los que esa nación es pródiga también, y basta recordar el magnetismo de uno célebre a la fecha como Ted Bundy, un auténtico rockstar entre esas trastornadas mentes asesinas. La combinación de novedad, interés público, oportunidad y atención general hace de estos sujetos un banquete periodístico, y los medios, por eso, no pueden ser ajenos a ellos.
Ese factor reunió en el verano de 2019 a decenas de periodistas en la Corte Federal del Distrito Este de Nueva York, donde fue enjuiciado Keith Raniere, el gurú del culto Nxivm, atrapado en Puerto Vallarta, México, hallado culpable de siete acusaciones por crimen organizado, fraude cibernético, tráfico sexual, obstrucción de la justicia, pornografía infantil, trabajo forzoso y robo de identidad. En las maratónicas seis semanas del proceso judicial, el investigador periodístico Juan Alberto Vázquez, instalado en la Gran Manzana, cubrió aquellas jornadas para Grupo Milenio, pero su curiosidad e inquietud naturales lo llevaron a indagar a profundidad en este episodio con la pregunta clave: ¿por qué?
En las siguientes páginas el lector encontrará, además, respuestas a varios enigmas que se quedaron en el aire después del juicio, así como detalles de otros medianamente resueltos con la sentencia: desde el oscuro origen de una leyenda urbana sobre el IQ del líder sectario, hasta su encumbramiento rodeado de esclavas sexuales asociadas en el grupo Dominus Obsequious Sororium (DOS), que significa “Maestro de las Compañeras Obedientes”, seis de las cuales tenían una pornocita de reconciliación con él cuando un comando policiaco lo capturó, todas ellas marcadas con pluma cauterizadora en sus caderas. Eran de su propiedad.
Durante sus cuarenta años fuera del alcance de la justicia, Raniere creó, en 1998, un imperio con ramificaciones en varios países y México fue un campo fértil, uno que Juan Alberto conoce y en el que busca a los personajes involucrados: juniors, periodistas, empresarios y políticos cuyos nombres aparecen no sólo en el juicio, sino en documentos oficiales, tanto del FBI como de la Fiscalía asignada al caso, que el reportero ha consultado. Pero México es también el eje conductor de esta historia criminal en la que, en cierto punto, las figuras de conspiradores y víctimas se entrecruzan y adoptan ambos estatus.
Fraudes piramidales, orgías, citas clandestinas, viajes suntuosos, trata de personas, textos incriminatorios en mensajería instantánea y manipulación de mentes débiles y vulnerables pasan a lo largo de 17 capítulos en los que el autor documenta el contexto que hizo posible esta trama de excesos. En estos están involucrados, como toda secta, un líder carismático, rebaños de ingenuos seguidores en busca de alivio a sus inseguridades por medio de la autoayuda, así como una red de complicidades desde las esferas del poder empresarial y político con ríos de dinero de por medio, invertidos y reinvertidos en faenas criminales de múltiple signo con apoyo de hipnosis, instrucción neurolingüística y sofisticados métodos de defraudación en línea.
Así es como Juan Alberto nos cuenta este pasaje de un gurú del coaching en la era digital, sustentado en una secta criminal cuyas bases, por método, son la discriminación y el sometimiento de la mujer, cuyo ocaso coincide con la explosión del movimiento feminista internacional #MeToo. La Historia y sus caprichosos ciclos.
ÁSS