Pitol: la iniciación

Los paisajes invisibles

Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

No era inseguridad, no era menosprecio de sí mismo, no era falsa modestia ni autocrítica engreída. A la hora de escribir, Sergio Pitol procuraba esconderse lo más posible. Fuera en un ensayo o en una novela, él buscaba la palabra más profunda, polisémica, e hilvanaba una estructura racional o narrativa para dejar solo al lector en el sendero de sus ideas (o de los autores que exploraba), abandonarlo en el camino enrevesado de la prosa y la trama. Si de lo que se ocupaba era de algo memorioso, imbricaba a los otros protagonistas de la anécdota por encima de su voz y se refugiaba en el corrillo o en la muchedumbre con tal de que el foco del relato no le echara demasiada luz: le encantaba describirse en tercera persona, principalmente cuando evocaba los años de formación.

Recordemos, por ejemplo, “Pruebas de iniciación” (El arte de la fuga). En ese pasaje rubricado en Xalapa en diciembre de 1994, se refiere a un joven de dieciocho años que, aspirante a escritor, pergeña textos sobre Eugene O’Neill, Rabindranath Tagore y Paul Morand. Aquel joven tiene un compañero en la Facultad de Derecho que le sugiere que lleve sus artículos al suplemento cultural donde trabaja un conocido de su padre (sincero, ahora sí, refiere al suplemento como una publicación “bastante chafa”) y se deja convencer, a pesar de que su ego le augura que ahí no habrá un triunfo verdadero porque su amigo intercederá por él.

El joven espera un tiempo pero sus textos no se publican hasta que, de vacaciones en la casa familiar, compra el periódico y mira con asombro su nombre impreso bajo la reseña de Eugene O’Neill. Lejos de presumir, de festejar su debut, se deprime, se avergüenza. Mutila el suplemento, oculta la página y pasa un tiempo encerrado en su habitación. Cavila la posibilidad de pedirle dinero a su hermano, viajar a Veracruz y embarcarse hacia cualquier sitio lo más lejos posible, pero el proyecto será inútil: sus textos vuelven a publicarse, uno tras otro, hasta agotar todo lo que envió. Sin embargo, aquel joven fue muy afortunado. Nadie, ni familiares ni amigos, lo leyó. Nadie “se enteró del crimen”.

Esa experiencia amarga, deshonrosa (Pitol jamás dejó de cuestionarse si el horror del rito de iniciación fue por el tardío desgarramiento del cordón umbilical, por la “separación sangrienta del cuerpo que formaba con los suyos”, porque en la indiferencia o ignorancia de sus allegados acerca de su vocación también pesaba el desencanto), lo convenció de que escribir era un oficio execrable y anotó lo áspero y cruel de la enseñanza: “Tal vez le debe a esa experiencia el hecho de que durante largo tiempo no pudiera escribir en casa, como si hacerlo fuese una actividad vitanda. Escribir en el mismo espacio donde uno vive, equivalió durante casi toda su vida a cometer un acto obsceno en un lugar sagrado. Pero eso es anecdótico. Lo que da por seguro es que esa inmersión en la inmundicia que caracterizó su confrontación, a fines de la adolescencia, con la palabra, impresa la suya, ha condicionado la forma más personal, más secreta, más ajena a la voluntad, de su escritura, y ha hecho de ese ejercicio un gozoso juego de escondrijos, una aproximación al arte de la fuga”.

Escribir, qué razón tenía, es escape, huida, deserción. Lo importante es intentar hacer de la salida un arte, adonde quiera que nos lleve: sea la nada o a un mundo paralelo pero no al olvido. Buen viaje al gran Sergio Pitol.

@IvanRiosGascon

LAS MÁS VISTAS