Respirar la pesadumbre

Kafka es mucho más piadoso de lo que parecería a primera vista, pues incluso si somete a sus personajes a calvarios lentos, les concede siempre un resquicio de libertad inviolable.

Franz Kafka.
Editorial Milenio
México /

Uno de los rasgos más impresionantes de las narraciones de Kafka es la impasibilidad con la que sus protagonistas asumen su destino. Incluso si tienen la conciencia de no haber hecho nada para merecerlo, prevalece en ellos un aire de resignación que podría considerarse como una tácita admisión de culpa. Más que atormentarse por las razones para convertirse en un monstruoso insecto, de sujetarse a un misterioso proceso, de estar sujeto a la implacable burocracia que emana del castillo o de pasar la vida entera esperando a que un guardián autorice el acceso a un recinto determinado, lo asumen como un elemento inexorable del mundo en el que han de discurrir, y más bien encaminan sus (inútiles) esfuerzos a indagar sobre las posibilidades de movimiento que las diversas modalidades de la fatalidad les conceden.

Sin embargo, Kafka es mucho más piadoso de lo que parecería a primera vista, pues incluso si somete a sus personajes a calvarios lentos, donde una atmósfera hedionda pareciera sofocarlos gradualmente, les concede siempre un resquicio de libertad inviolable, donde ni la más perversa autoridad es capaz de corromperlos: sus propias cabezas. Y es que, si bien el mal kafkiano es siempre un tanto difícil de asir, no queda tampoco duda de que proviene de entidades externas, con voluntad propia, lo cual concede al individuo al menos la capacidad simbólica de resistir.

Encontramos un ejemplo de lo anterior durante una conversación de El proceso, sostenida por Josef K. con el ujier del tribunal, quien se resigna a ver cómo un grotesco estudiante se lleva a su mujer sin poder hacer nada. Compañeros de deseo por la mujer, ambos planean una hipotética venganza, rematada por una sentencia del ujier, donde se plasma aquel reducto inviolable que Kafka concederá a sus personajes: “Siempre se rebela uno”. Con ese giro intrascendente, Kafka les ofrece una ventaja que un equivalente contemporáneo ya no podría concederles: los salva del autodesprecio que resulta de portar la vileza, el egoísmo y la mezquindad dentro de la propia mente.

Si hoy existiera un escritor con la agudeza de Kafka para percibir los filamentos que componen la jaula que encerraría a un nuevo Josef K., quizá ya no podría situar en ningún punto externo la fuente de la opresión, pues el éxito de los instrumentos actuales consiste en buena medida en haber conseguido que la enorme mayoría de los individuos los hayan interiorizado hasta volverlos plenamente suyos, como si asistiéramos al triunfo de un mecanismo advertido magistralmente por The Who en la canción “The Punk and the Godfather”:

We’re the slaves of the phony leaders

Breathe the air we have blown you.

(Somos los esclavos de los falsos líderes

Respiren el aire que les hemos insuflado).

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