La voz de Sonya Yoncheva se escucha cristalina, alegre, cálida. Su risa a menudo irrumpe en la charla telefónica. Uno duda que sea Tosca, la del beso asesino; o la Violetta Valéry en agonía, que tanto significa en su carrera, o Cio Cio San antes del seppuku en versión Puccini.
Más bien uno puede imaginarla, cuando conversa, juguetona, llena de trinos, como la pícara Serpina de La serva padrona de Pergolesi, que interpretó con Diego Fasolis & Barocchisti en la época en que ganó Operalia 2010, concurso que ella reconoce como su gran oportunidad de expresarse como artista.
Con Medée, de Cherubini, Yoncheva alcanzó recién en la Staatsoper Berlin su rol 50, a los 36 años de edad, justo a semanas de emprender su primer viaje a México para cantar con la Orquesta Sinfónica de Minería en la sala Nezahualcóyotl de la UNAM, el 13 de noviembre, y en el teatro Bicentenario de León, el 15, bajo la batuta de su esposo, Domingo Hindoyan.
Su casi perfecto español —con acento a veces francés, a veces eslavo— expresa su sentir sobre las migraciones y la globalización cultural. “Cuando la gente se mezcla, no solo de sangre, sino de culturas, provoca la creación de cosas únicas, interesantes”, dice la soprano búlgara, con residencia en Suiza y esposo venezolano, que viaja por el mundo una gran parte del año.
Llega a México con su papel número 50, "Medée". ¿Cómo se siente con ese logro?
Para mí también fue una sorpresa. Me sorprendió mucho descubrir que, efectivamente, Medea es mi papel 50. Soy una persona que busca siempre novedades, así que me alegra mucho venir a México con un repertorio que no es frecuente aquí. Espero que sea la primera de muchas visitas; ya planeo una gira con repertorio de música antigua, y espero incluir a México.
La Traviata cambió totalmente mi carrera y mi vida como cantante. Era un papel que no solo estaba en mi cuerpo físicamente, sino en sensaciones; no solo era la tragedia que esta mujer estaba viviendo, porque el personaje existió de verdad, también era una vida; eso tocó mi alma, me sorprendió.
Sí, es un gran cumplido y una consumación de mi trabajo. Los críticos son personajes muy importantes para nosotros, pero para mí lo importante es el contacto que creé con el público. La Traviata fue la primera vez que podía yo escucharme en un repertorio diferente a la música romántica o barroca. Y fue una suerte que comenzara con La Traviata, porque es el mejor papel para mí.
Massenet y Puccini para mí son dos hermanos musicales; la manera en que escribieron para las voces es muy similar. También quería mostrar un repertorio distinto al de una gala normal de ópera. Para mí no se trata solo de cantar, sino de hacer un contacto diferente con el público, mostrar una música que nunca o rara vez ha escuchado en la vida. Ese es mi papel: estar siempre en contacto con el público y enseñarle cosas.
Tuve la suerte de encontrar en mi vida, muy joven (2007), a William Christie —fundador del conjunto Les Arts Florissantsy de la academia Jardin des Fleurs—; él me dijo: “Te gustaría cantar barroco”. Le respondí que yo no tenía ninguna experiencia en eso. “Mejor, porque así yo te voy a enseñar todo”, me dijo. Para mí descubrir el mundo del barroco con ese maestro fue no solo un privilegio, sino algo capital para mi carrera.
La ópera es un arte que aún es muy auténtico, que todavía no está conectado con las plataformas modernas. Somos como somos, en condiciones naturales, humanas… y a veces también sobrehumanas. La ópera es un espectáculo muy completo, porque la voz y la actuación no son fáciles de expresar físicamente, y es distinta del teatro, del cine y de los conciertos en general; no obstante en ella tenemos estos tres colores —teatro, cine, música—, y eso es muy bello.