Soy el hombre que camina bajo la lluvia

CRÓNICA

El hombre que duerme afuera del minisúper está tirado a media calle. Tiene los ojos cerrados. Apenas puede hablar. Me da la mano, es un caballero, no como los hombres del Congreso, a esos jamás les daría la mano ni aunque me pagaran.

¿Quién puede cambiar el destino de alguien que nació miserable? Porque en este país nacer miserable es un delito. (Ilustración: Luis M. Morales)
Susana Iglesias
México /

¿Has mirado las aceras en julio cuando llueve? El calor se arremolina en los cuerpos, los paraguas maltrechos se hunden en el paisaje perfecto del cielo. La basura serpentea por los canales de agua tapando las coladeras. Me detengo en un puesto de metal, la mujer que vende dulces y cigarros espanta con la mano las pesadas gotas de lluvia. Nos replegamos en la diminuta cornisa de metal oxidado. Un quiosco abandonado de periódico permanece de forma insólita en la esquina de Allende y Cuba. Ahí espera su final. Desde hace años nadie abre su diminuta puerta. Un hombre se acerca, pide un cigarro, su mirada es tan estúpida que podría hacer llorar a cualquier hombre, conmueve ese semblante tan torpe, desapegado del mundo, de la lluvia que deslava la mugre de una ciudad que por momentos parece ser nuestra asesina. El Río de la Plata está a reventar, me asomo para comprobar que las personas se emborrachan sin pensar en el futuro. Es sábado, la eterna prolongación del viernes. Dos de mis compañeros están acodados en la barra esperando un plato grasoso de comida. Me miran furtivamente. Todo sub-humano puede acostumbrarse a las cosas más denigrantes, me parecen cercanos a una jaula de animales despojados de su libertad. Abro el monedero de cuero que llevo atado a la cintura, en la entrada se arremolinan otras personas, un guardia de seguridad los revisa. Gritos. Es un viejo que se abre paso entre la multitud que obstruye la puerta.

—¡Ladrones, son unos ladrones!

Aparta con manotazos de asco los cuerpos mojados. Se detiene a mirar tras de sí. Su rostro refleja hastío mezclado con ironía. Seis monedas de 10 pesos bailan en el pequeño monedero de cuero. Un billete de 20, dos monedas de un peso. Sin pensarlo tomo cuatro monedas de 10 pesos y se las ofrezco al viejo. De un manotazo las tira. Se aleja riendo. No tengo deseos de levantarlas, me echo a andar en la calle lluviosa.

Tropiezo con rostros malhumorados, no sé que condena estamos pagando los que caminamos sin paraguas bajo esta manta espesa de polución y furiosa lluvia. El hombre que duerme afuera del pequeño minisúper que abre 24 horas en la esquina de Ignacio Allende y Belisario Domínguez hoy está tirado a media calle. Tiene los ojos cerrados, me acerco para arrastrarlo hasta su montón de cartones, cobijas, envases. Apenas puede hablar. Me da la mano de forma respetuosa, es un caballero, a diferencia de los hombres del Congreso, a esos jamás les daría la mano ni aunque me pagaran. Me dice que le han robado una vez más las muletas, me parece un hombre por encima del promedio, destinado a rechazar la hipocresía del mundo. No pide nada a nadie, desde su esquina nos enseña los dientes de la más fiera dignidad. Doblo por Belisario hasta llegar a la sastrería de Tabera. Fernando no está. Es el último sastre de esta calle, es una pena que las personas vistan tan mal, ya nadie quiere trajes ni vestidos a la medida, nos hemos convertido en consumidores de patrones de ropa a destajo, la ciudad ha perdido el estilo en su forma de vestir. Eje Central es un nudo de sonidos desquiciantes, los autos se apretujan intentando ganar un espacio para avanzar. La lluvia se diluye entre montones de seres que intentan llegar al encierro de sus vidas. Soy solo una pieza suelta dentro de este engranaje confuso. Mantengo la cabeza cubierta con las manos, de pronto me doy cuenta que es inútil, tengo los zapatos mojados, toda mi ropa está inundada. Un Metrobús me salpica. No puedo pensar en la posibilidad de pedir un taxi. En un acto de resignación decido dejar que la lluvia me destruya. Me siento en una de las fuentes de la plaza La Conchita. Algunos vagabundos se cubren con plásticos. Me parecen bellos dentro de esas capas de miseria. Me alegra que la perfección sea solo una neurosis. Las propagandas políticas inundan la plaza, banderines, folletos. Los restos de un mitin que tal vez se realizó cerca. Papeles que hablan de la esperanza, cambios sociales, papeles amontonados que ahora pisamos bajo la lluvia.

¿Quién puede cambiar el destino de alguien que nació miserable? Porque en este país nacer miserable es un delito. Tiemblo, por un momento recuerdo que estoy vivo, que mis pies mojados están entumecidos.

—Vienen cambios.

—¿A qué se refiere?

—Los números de tu producción son desalentadores.

El silencio es una forma de rebelarse. Me rebelo, luego existo. Escuché las palabras estudiadas de aquel hombre, sus pies apenas tocaban el piso, de estatura ridícula, anteojos que no combinaban con su rostro, todo el peso de la frustración en aquellos dientes chuecos. Existen personas que son puestas en una silla para ejecutar las órdenes de alguien más, ocupar una silla no te convierte en alguien inteligente o poderoso. Ese hombre solo cumplía con su trabajo: obedecer. Todo cerdito bueno es obediente. Me levanté de la silla.

—¿Adónde va?

—A casa.

Y por primera vez entendí que a veces nos lapidamos al hablar, matamos lo único que poseemos en trabajos aborrecibles: nuestro tiempo. Y algunos empleadores pensarán que somos malagradecidos, para algunos explotadores profesionales, debemos vivir de rodillas y aguantar estas vidas miserables hasta fin de mes, algunos trabajos pueden ser una carga detestable. Caminé lentamente hasta la puerta con la idea de llegar a casa, tumbarme en la cama, lo único que pensé es que se abría ante mi la posibilidad de levantarme tarde, por fin, después de tantos años. El hombre me pidió que lo reconsiderara, sugirió que podría trabajar algunas extras para remediar los números bajos de mi producción.

No lo escuché, dejé que sus palabras se ahogaran en el eco de la escalera que conectaba la oficina del jefe con la fábrica. Salí de ahí ante la mirada de otros compañeros de desgracia. Ante la libertad me sentí extraño y abrumado, tampoco puedo ser el héroe de mi propia mierda todo el tiempo. Caminé hasta la Biblioteca Vasconcelos, me sentí tranquilo al ver a algunos de mis viejos amigos de desempleo e infortunio. El piso de los desempleados, ahora qué haré, fue la primera pregunta que me hice frente a un libro de Whitman. Mi padre era un borracho, no era estúpido, “No obedezcas a nadie que quiera convertirte en una persona muerta, cuyo tiempo sea un eterno vacío, si deseas venderte, recuerda que ninguna cantidad de dinero será suficiente para comprar tu tiempo”, siempre lo vi como un haragán, debo reconocer que mi padre era un hombre más sabio que yo. Él sabía que me esperaban 12 horas trabajando en una fábrica, que trataría de aplastarme un jefe enano con mal aliento, de piernas maltrechas que no encajan en un pantalón. El viejo intuía que me esperaba un depósito miserable, la ausencia de alegría, de un perro que me siguiera por toda la ciudad, que sería el hermano que no tuve. Tal vez mi padre debería destapar conmigo una botella, él está muerto, enterré toda mi vida y mis riñones en una cámara de gas disfrazada de fábrica. Nunca es tarde. El libro me recordó a un joven de 16 años que jamás deseó morir aplastado entre los muros de una fábrica. Los ventanales de la biblioteca me deslumbraron, no recordaba lo hermosa que es la luz del día. Decidí salir, caminar, buscar algo de comer, entonces en la esquina de República de Cuba y Allende la lluvia me sorprendió con esa caricia helada, majestuosa. La fuente repiquetea con las gotas. Los hombres sin techo hablan, comparten su soledad. Me zafo los zapatos, están desgastados, me avergüenza, ¡qué ciegos podemos ser ante la verdad más dolorosa!, tan dolorosa como una vida de trabajo que te obliga portar unos zapatos maltrechos. Deslizo la mano en los bolsillos de mi pantalón, observo mi cartera vacía.

La credencial de elector que guardo en sus pliegues, se ríe de mi, el poder se ríe de nosotros, al poder no le importan los miserables como tú o yo. Lanzo la credencial lejos de mí, jamás me sentí mejor. No existe cosa más frágil que el bienestar.

Escritora. Autora de la novela Señorita Vodka (Tusquets).



LAS MÁS VISTAS