La Tierra es un objeto indiscutible, está ahí independientemente de lo que digamos de ella. La participación del sujeto (humano, vegetal o animal) la “territorializa”. El territorio es una idea que convierte a la Tierra en una “cuestión de interés público”. La Tierra despoblada y deshabitada es neutra, es un territorio vago ya que la ausencia de personas y otras especies no permite politizarla.
Sin embargo, el Estado se esfuerza por territorializarlo todo, incluso la Luna y Marte. Sitios despoblados, como los océanos, los desiertos, los polos, el espacio aéreo, etcétera, tienen dueño, pero como idea abstracta porque nadie los habita. En realidad hay que cuestionarse ampliamente el sentido de la “propiedad de la Tierra” más allá de las consideraciones tradicionales locales, sus usos y costumbres que afirmaban que no es posible poseer tierra, como en la declaración del jefe Ciyatl (Seattle) en la carta que le envió al presidente de Estados Unidos en 1854.
Es verdad que ciertas actividades humanas de explotación de recursos como la pesca, la minería y la aviación, así como el valor estratégico y militar de todo el planeta son factores que determinan el interés de los estados por dominar todos los territorios y también provocan disputas y guerras por ellos.
Las zonas de contacto tienen con frecuencia su origen en la invasión y la violencia, y se traducen en formaciones sociales que se basan en drásticas desigualdades. No son los “encuentros entre las culturas” sino más bien los “desencuentros” entre ellas y el mecanismo mediante el cual la cultura más fuerte domina a la más débil o la que depende de ella.
Por ejemplo, el territorio mexicano es una “zona de contacto” entre el norte y el sur globales. Es el “ecuador político de América” (según el arquitecto guatemalteco Teddy Cruz). Hay quienes afirman que todo nuestro territorio es una zona fronteriza, y la zona de amortiguamiento de los intereses estadunidenses.