De pequeña tenía unas orejas que sobresalían como grandes alas de mariposa. Algunos niños de mi colegio en Los Ángeles se burlaban de ellas, y a menudo me miraba en el espejo deseando que mis orejas quedaran planas contra mi cabeza.
No fue hasta que conseguí mi primer papel importante en un programa de televisión, a los 12 años, cuando opté por someterme a una cirugía de orejas, una decisión que nunca había hecho pública hasta ahora.
Durante años, mis padres me vieron batallar con una vergüenza privada, aunque comprendieron que era una niña fuerte que podía soportarlo. Y cuando supe que millones de personas de todo el mundo me juzgarían en sus pantallas de televisión, no solo en un patio de recreo, ese conocimiento lo cambió todo para mí.
Por aquel entonces también escribí un poema sobre el tipo de estética que estaba viendo en el mundo del espectáculo, especialmente entre las mujeres. El poema se publicaría años más tarde en mi primer libro —Free Stallion: Poems—, y en él describía a mujeres que habían hecho todo lo posible por mantenerse jóvenes y deseables: las cirugías plásticas faciales que las dejaban con aspecto de “víctimas de quemaduras de tercer grado”, o las partes del cuerpo que no parecían naturales, “narices como caniches muertos”. Me consideraba una joven feminista ardiente que se enfurecía contra el patriarcado.
Sin embargo, al cambiar mi propio cuerpo, también era una hipócrita que se rendía ante él, porque ¿cómo podría alguien no hacerlo? Someterme al bisturí fue como elegir un arma que podía esgrimir en defensa propia contra mi propia desechabilidad. Le demostró al mundo que comprendía la misión de la asimilación, que podía hacer lo que fuera necesario para encajar, sin destacar nunca, como lo hicieron mis orejas.
Hay similitudes
Ese poema parece ahora la descripción de una escena de La sustancia, la película de terror corporal de la directora Coralie Fargeat sobre una celebridad llamada Elisabeth Sparkle, interpretada por Demi Moore. Según el evangelio de Hollywood (y un ejecutivo de televisión llamado, deliberadamente, Harvey), Elisabeth, al haber cumplido 50 años, ha alcanzado su mejor fecha de caducidad; la película explora, con detalles sangrientos y gráficos, el precio que está dispuesta a pagar para recuperar su perfección física y seguir siendo relevante por todos los medios.
Crecí como actriz infantil bajo los focos sexualizados de la industria del entretenimiento. A lo largo de tres décadas, se reforzó constantemente mi responsabilidad no solo con respecto a mi oficio de actriz, sino también con respecto a la interpretación de la juventud, ya fuera cuando un director me dijo a los 20 años que la clave de una carrera duradera era mantenerse lo más joven posible durante el mayor tiempo posible; o cuando oí a un agente describir la representación de actrices que habían pasado los 30 como “el infierno en la tierra”. Este tipo de pensamiento retorcido se ha convertido en el status quo, y las mujeres podemos llegar a ser nuestras peores adversarias.
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¿Sería menos feliz si hubiera luchado contra el deseo de llevar las orejas hacia atrás, si aún hoy me sobresalieran? No lo sé, pero pienso a menudo en ello y en mi voluntad de adaptarme a las expectativas del sector.
Mi experiencia y La sustancia no son solo historias de Hollywood. Son realidades universales para cualquier mujer, independientemente de su origen o profesión. Los mensajes sutiles del sexismo se nos transmiten como sabiduría generacional casi desde que nacemos. De niñas se nos enseña a apreciar el valor de lo que nuestros cuerpos pueden llegar a ser, y luego nos pasamos la vida endeudadas intentando conseguirlo.
Está la cirugía plástica, sí, pero también está la tenacidad del autotormento que nos enseña que nada de lo que decimos, hacemos, pensamos o queremos está bien, solo se puede hacer que esté menos mal.
Es una advertencia
No estoy diciendo que la cirugía plástica sea mala ni que todo aquel que elige cambiar su cuerpo se arrepienta de su decisión, incluido mi yo de 12 años. La elección puede implicar albedrío e incluso amor propio, y para algunas de nosotras existen razones muy personales para hacerlo. Pero Elisabeth Sparkle es una advertencia para todas nosotras sobre lo que podríamos estar dispuestas a destruir en nombre de la deseabilidad; sobre los monstruos en los que podríamos estar dispuestas a convertirnos en busca de la perfección.
En una entrevista con el Times, Demi Moore, veterana actriz e icono cultural, abordó explícitamente lo que considera el tema de la película: “Que no se trata de lo que nos hacen, sino de lo que nos hacemos a nosotras mismas”. Y en los salvajes momentos finales de La sustancia vemos esto: Elisabeth finalmente se consume a sí misma, al quedar reducida a poco más que una boca atrapada en el cuerpo bestial de una criatura que creó como parte de su implacable búsqueda por cumplir los ideales imposibles de la sociedad.
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Existe una versión diferente de La sustancia que me gustaría ver algún día, en la que Elisabeth decide no perseguir la juventud y, en su lugar, aprende a amar a su ser que envejece, por mucho que el resto del mundo no lo haga. Esa versión de la historia puede parecer demasiado radical para el mundo todavía; un recordatorio de lo mucho que nos queda por hacer para centrar nuestra narrativa en la autoaceptación y la imperfección a cualquier edad.
A los 41 años, estoy bastante satisfecha con la escritora, actriz y artista en la que me he convertido, con patas de gallo, pelos en la barbilla y todo. Pero tampoco soy inmune al deseo de sentirme bella y deseada, y a satisfacer esa necesidad. No me disculpo por lo que he hecho, ni por lo que no he hecho. Mi relación con mi cuerpo ha cambiado, incluso se ha curado, a medida que me he vuelto más protectora, compasiva y honesta.
El mensaje de La sustancia, para las mujeres de todo el mundo, es claro: que a veces, si no tenemos cuidado, nuestro compromiso se convierte en consecuencia. Y puede haber un poder colectivo sin explotar en no renunciar a no ceder.
c.2024 The New York Times Company