Ha iniciado el verano de 1981 y Cáit está a punto de tener un quinto hermanito en una familia tan numerosa como disfuncional, y en la que ella es considerada rara y diferente porque todavía moja la cama por las noches y además deambula: Cáit deambula cuando se siente ignorada, y estando con su familia lo hace todo el tiempo.
Con la intención de reducir la carga de trabajo de su madre y la dificultad de su padre para alimentar a todos, la niña callada y deambuladora es enviada con unos tíos lejanos, Eibhilín (Carrie Crawley) y Séan (Andrew Bennett), a quienes vio por última vez siendo una bebé. Su tía la recibe con amor, pero Séan se muestra mucho más renuente. Y es que para cualquier adulto que haya perdido a un niño, en las circunstancias que sea, no hay mayor miedo que encariñarse con otro niño.
El espíritu reparador que naturalmente tienen los chicos une y reúne las piezas de un rompecabezas fracturado. Tanto Eibhilín como Séan logran a través de Cáte recuperarse poco a poco de todo lo que antes no pudieron salvar. Por otro lado, sacar a la niña del entorno conocido le permite conocer una realidad que, aunque por el momento no es la suya, ahora sabe que existe y eso le permite aspirar a ella en el futuro; con eso se rompe la cadena y el pacto familiar y se abren así muchas posibilidades. Esto deja claro que si bien no es posible salvar a todos, hacer algo por uno quizá pueda salvar el futuro de otros tantos. La huella del amor, como la del maltrato, se imprime y se replica.
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En un hogar roto o demasiado ocupado no hay manera de fijar la atención en nadie, y lo cierto es que todos los niños merecen ser el centro de atención de un adulto al menos por un momento de su vida. Que alguien les de la confianza de saber que pueden correr de ida y vuelta porque de regreso habrá alguien esperando. “Ahora hay tres luces”, esa línea que Cáte le dice a Séan mientras él le abotona el abrigo, es una escena con un guiño que enfatiza que los tres han vuelto a encenderse y que aquel que ejerció como padre una vez lo será siempre, y será siempre bien recordado.
El rostro de Catherine Clinch, la protagonista, no sólo es bello, además sus registros son muy claros para alguien que únicamente habla lo necesario. Su actuación es enmarcada por tomas y planos con un claro lenguaje cinematográfico que todo el tiempo genera en el espectador una sensación de ternura que finalmente explota en la última secuencia.
La ópera prima del director irlandés Colm Bairéad y nominada al Oscar como mejor película extranjera, muestra en simples pero bellas postales lo que pueden producir la atención, la guía y la buena compañía en un ser humano, sin importar la edad, y también muestra el lado opuesto en otros personajes, esos adultos endurecidos cuya vida se basa en el juicio y la crítica a los demás.
La niña callada es una cátedra de lo que el amor y los cuidados pueden lograr en una persona, sin importar su duración. Una mano que cepilla cien veces, un adulto que no sólo te explica amorosamente cosas básicas de la vida y responde a tus preguntas; alguien que te enseña a cuidarte y a cuidar de otros, sobre todo cuando nadie más lo había hecho, marcará tu vida y tu camino para siempre.