La única razón para la que realmente sirvió a Xavier López Rodríguez haber estudiado dos años la carrera de medicina, fue para acudir a una clase de disección y anatomía, en la que quizás obtuvo el aprendizaje que lo marcó para el resto de su existencia: las ranas por su estructura no pueden retroceder. Jamás. Sólo caminan hacia adelante. Desde entonces las coleccionó por cientos y cientos. Le eran de buena suerte para que aquello nunca se le olvidara.
Su vida estaba trazada por cuatro ejes claros e inamovibles: amaba a Teresita, amaba a su familia, amaba a México y amaba a sus amigos. En líneas paralelas: respetaba sin límite su profesión, a sus colegas o compañeros de trabajo –tuvieran el rango que tuvieran– y a su público. De ahí su implacable exigencia de perfección, disciplina y respuesta a sus colaboradores.
Por eso la noticia de la muerte de aquel muchacho que empezó como carga cables y como floor mánager tuvo un alcance de 152 millones de personas a nivel mundial (informe de Nexis Newsdesk y Efinfo), alcanzando el primer lugar de búsquedas en Google con notas publicadas en 42 países de los cinco continentes… en CNN, The Guardian, la BBC de Londres, el Washington Post, en Variety, en El País de España, en la American Press; con mil 935 portadas internacionales, 902 portales internacionales, 347 programas de TV, 96 de radio y en 76 medios impresos.
Por ello pudo llegar en la balanza a la cifra incontable del cariño sumado en millones y millones de personas. O a la cifra contable de más de 2 mil 400 emisiones al aire a lo largo de los 48 años del programa En familia con Chabelo, más las que se olvidan de contar durante los siete años que duró a partir de 1961 La media hora de Chabelo, donde daba consejitos y sugería a la niñez “lo que se debe hacer y lo que no se debe hacer”.
A su última emisión, el 20 de diciembre de 2015, invitó a la familia y a los amigos. Mi principal recuerdo de aquella mañana: entre las muchas cartulinas que levantaba el público, la de una señora decía, escrita a mano: “No te vayas, Chabelo”. Si yo hubiera elevado alguna habría dicho: “¿Por qué?”. Han pasado suficientes años para tratar de entenderlo.
La prohibición gubernamental de la época en la promoción de golosinas para consumo de la infancia explicaba la asfixia económica del programa. Un diagnóstico sobre la nutrición infantil que no resolvió el problema. Digamos que esta censura ‘mató’ a Chabelo, y entristeció a Xavier los ocho últimos años de su vida .
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Era bohemio con insignias y medallas de guerra. General de División en materia de música caribeña o afroantillana. Se sabía casi todas las guarachas, guajiras, sones, rumbas, mambos y chachachás. Y todos los boleros… mexicanos, cubanos, puertorriqueños, argentinos; todos. Era un percusionista de instinto que a la menor provocación de ritmo tocaba el bongó, la batería, una mesa o el tablero del carro. Avanzada la noche, si estaba ‘de vena’, pedía la guitarra para tocar, llorar y cantar cosas desconocidas de José Sabre Marroquín (su compositor predilecto) o de María Grever.
Llegaba discreto, silencioso. Medía la reunión. Y luego tomaba el control: era un gran conversador. Otros 88 años no le alcanzarían para acabar de contar anécdotas. Y para dar clases de música. Y para dar clases de humildad: cuando eventualmente se topaba con los grandes músicos, les besaba la mano en un acto solemne.
Era taurófilo, conocedor. Sabía de la historia de la fiesta brava, de técnica taurina, de ritos y cánones, y de lo que muy pocos: sabía de toros… de ganaderías, pintas, edades, cornamentas y pelajes.
Siempre le gustó jugar ‘a los cochecitos’. Disfrutaba comprárselos como lo que eran para él: un juguete nuevo. Jamás una ostentación. Solía tener dos. Y los renovaba constantemente. Anduvo en moto (de las grandes) casi hasta los 80 años. El casco lo protegía para poderse mover por la ciudad libremente, y eso quiere decir, sin ser reconocido.
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Luchó a capa y espada en defensa de su privacidad. Hoy puede afirmarse que aceptando ciertas limitaciones que le impuso una fama arrolladora, supo cómo salvarse de ella. Escondiéndose cuando fue necesario. Como un acto de defensa propia, para salvar la vida. Su vida.
En el carro sintonizaba las únicas dos estaciones de música clásica que existen en la radio de Ciudad de México. Solía comentar la columna de Armando Fuentes Aguirre Catón; le impresionaba su dominio en el uso del lenguaje. No permitía los abusos. Sólo lo sacaba de sus casillas la falta de respeto que él no cometía con nadie, jamás.
Sensible con la belleza, la alegría o la tristeza a flor de piel, lo afectó aquella muerte de su hermoso perro labrador negro que lo mantuvo más de dos años de luto y a sus amigos dándole consuelo. Como, por el otro lado de la misma moneda, lo conmovía la vida, la que había palpado más que nunca antes o después, cuando vio nacer a Óscar, Javier y Gabriel, sus tres hijos.
Lloraba ante la menor emoción, y ante la muerte de los amigos, moría con ellos. No le gustaban los funerales. Los evitó todos en los últimos años… menos el de este fin de semana. El suyo. Que siguiendo un poco su pauta, terminó siendo un poco nuestro.
Fue discreto, como él. Íntimamente triste. Con 40 cercanos heridos, golpeados; en entre ellos el mítico Púas Olivares. Con un emperador soñando dentro, el fino mueble toma la calidad de sarcófago. De un color caoba que armonizaba con el tono de la sentida guitarra que acompañaba la ceremonia. Ahí donde las lágrimas atrapadas o prófugas, navegaban. Xavier, bien vale una misa. De frente, mirando a los presentes, está ese famoso retrato de un pícaro sonriente recargado en su mentón.
Al salir se da uno cuenta, escuchando sin escuchar la voz de Xavier, que sobre la misma calle de San Jerónimo, está su casa, la funeraria y aquel Lucrezio en el que tantas veces rematamos la faena con pane e vino. Así es la vida.
Si la muerte nos lo devuelve a cambio de una escoba vieja, le entramos a la catafixia, pienso mientras los demás rezan. A manera de responso ante la muerte de un niño bueno.
caov