Eterna. A pesar del paso de ese tanto tiempo que hace a la gente olvidarse de todo y de todos. Despiadadamente. Hoy por hoy casi nadie sospecha siquiera –porque ya casi todos se murieron– lo que significó Tongolele cuando a su llegada a México, en 1947… del fragor que retumbó y sacudió como un terremoto social, puso patas pa’ arriba a un país entero, en todos sus estratos y todos sus rincones.
A tal grado sucedió, que una serie de curvas pronunciadas en la antigua carretera México-Veracruz pasaron a llamarse Las Curvas de Tongolele; en el Real Diccionario de la Lengua Española hoy está incorporado el concepto de tongoneo o el verbo tongonear: “contoneo, bamboleo, campaneo, zarandeo, movimiento afectado de caderas y hombros al andar”. Busquen en YouTube a la Sonora Matancera con Celia Cruz cantando el tema “Baila como Tongolele”, o a Pérez Prado tocando el mambo que le compuso… ‘Mangolele’, cantado por Beny Moré. En la película Ustedes los ricos que protagonizaba la máxima figura del momento, Pedro Infante, una de las teporochitas, La Guayaba, alude a un Pepe el Toro que no llegó a dormir: “a lo mejor se fugó con Tongolele”.
Jesús Martínez Palillo, cómico y valuarte de la parodia y la denuncia política, escribió un trabalenguas con el que albureaba en carpas y teatros: “Es la época tongolélica y hay que tongolelizarnos / la simpática Tongolele se quiere destongolelizar / el que me la destongolelizare / buen destongolelizador será”.
Googleen “copa Tongolele”. Aparecerá un copón en el que todos nos hemos tomado una piña colada, una cerveza o una champola jarocha de guanábana. Hace dos o tres años, el escritor nicaragüense Sergio Ramírez –Premio Cervantes de Literatura 2017– publicó la novela política que denuncia las vejaciones de la dictadura: ‘Tongolele no sabía bailar’ (Alfaguara), título provocador donde Tongolele es un sicario y jefe de la policía nacional. Así le decían al criminal porque tenía un mechón blanco.
Más allá de referencias lingüísticas o literarias o de caminos o musicales o de cristalería, es posible que varias y varios tengan su referencia directa; como cuando en la niñez, un revolucionario abuelo pertrechaba con una escoba de vara a este redactor y lo ponía a barrer la terraza, apenas descubría un asomo de quietud, tiraba con gracia un “¡pero muévete, Tongolele!” que claramente significaba lo que significaba: ella era alguien. Omnipresente. En el tiempo… y en la terraza.
Tongolele debutó en San Francisco, en el club nocturno de Joe Di Maggio
Contar su historia es contar una novela. La de una niña que, muy de pronto, ya no parece niña. Que en medio de las tormentas eléctricas se encerraba a bailar en su cuarto y se convertía en relámpago. Nacida en Spokane, en el estado de Washington, el 3 de enero de 1932. El mes pasado apenas alcanzó a cumplir 93. A los 15 años debutó en San Francisco en el club nocturno que era del beisbolista Joe Di Maggio, unos años antes de que éste se casara con Marilyn Monroe. La extraña belleza de Yolanda Ivonne Montez Farrington (se pronunciaba ‘Montéz’, aunque en las marquesinas de México y el mundo siempre fue ‘Montes’), asustaba. Especialmente a las otras bailarinas. El temor se convertía en envidia y la envidia en insidia y la insidia en calle. La corrieron una y otra vez. Allá y acá.
Se tiñe de oscuro ese lunar blanco que le había brotado a los once años en el cabello; lo tenía igualmente su mamá y un hermano. El destino la lleva a un cabaret en Tijuana y de ahí un empresario la trae a la Ciudad de México. Le gusta ir a los toros y cuando descubre a Luis Procuna, decide lucir igual que El Berrendito de San Juan su lunar platinado. Distintivo icónico, el más, pero no el único.
Nadie nunca ha visto –ni volverá a ver ya– unos ojos como los de ella. Del exacto color turquesa de una de las siete lagunas de Bacalar. Transparentes, también. Que miraban, poderosos, sin proponérselo, como sólo miran las panteras. Contrastaban con su piel trigueña, que envolvía ese cuerpo que determinaron lo que entonces –y durante décadas– fueron las medidas perfectas. Noventa, sesenta y uno, noventa. Manifestándose en ella, como su mayor elemento erótico, prohibido, desquiciante de admiradores y autoridades: el ombligo. Estremeció adolescencias. Generó debate público. Morales contra inmorales, que afortunadamente, siempre serán mayoría.
Autoridades eclesiásticas se manifestaron contra ‘Tongolele’
Para darnos una idea, en junio de 1948, aparece en Excélsior este texto firmado por Catalia: “Ya que se trata de un asunto de la incumbencia pública [...] llamar a ‘Tongolele’, que parece ignorar por completo que el papel de las mujer es el de ayudar a los hombres a elevarse espiritualmente como seres racionales que son, no a descender, a semejanza de bestias irracionales, al nivel de las mismas, revolcándose como cerdos en el pestilente fango de la inmoralidad, de la deshonestidad y de la lujuria, a las cuales pasiones más despierta la vista de una mujer que no pone reparo en ser piedra de escándalo y tentación viviente para las almas”.
De ahí, para abajo. Autoridades eclesiásticas se manifestaron formalmente: el que la fuera ver, quedaba advertido de excomunión. Y aquel que se atreviera a confesarlo, pues se salvaba seguramente.
Nunca le interesaron los poderosos ni los ricos ni los fanáticos por ella. De hecho, queda como una de sus grandes frases, aquella que pronunció cuando le pidieron que recibiera a un muchacho que amenazaba con suicidarse si ella no le hacía caso: “los suicidas me parecen ridículos, sobre todo cuando lo son por mujeres imposibles, como yo”. Carajo. Sublime.
Aterrizó en el entonces Distrito Federal, presentada en el Tívoli o en el Follies o en el Iris –el empresario Carlos Amador la presentó incluso en las variedades de la Arena Coliseo– para hacer lo único que sabía hacer: bailar. De abuela tahitiana, tenía mucho de ello. Pero además, hacía algo afro, algo hindú, algo árabe. Ella era algo extraño que provenía de tierras lejanas. Quizá de otro mundo… de un mundo raro, dijera José Alfredo Jiménez. Provocaba primero curiosidad, luego deseo y luego embrujo en multitudes.
Acá nació el nombre. Se lo buscó ella misma. Propuso a los empresarios llamarse Sandoa como primera opción. Y Tongo-lele (una combinación de sonidos afros y tahitianos), como segunda. Contra su voluntad, optaron por esta última. Yolanda pensó que era para esa función. Cuando la presentaron así para un siguiente espectáculo en otro teatro, enfureció. Pero se aguantó. El resto fue, más que historia, destino. En el que creía profundamente como eje rector de su vida.
Se distinguía de las rumberas o de las otras “exóticas”. Aquéllas, en tacones. Tongo descalza siempre. En su rostro y en sus movimientos no había el menor indicio de procacidad. Estaba siempre seria, no en el chacoteo, sino en un raro y cambiante ritual que no apuntaba a la lujuria de los presentes.
Los productores cinematográficos vieron en Tongolele a un poderoso imán de taquilla. No era actriz pero le buscaban un bailable en la trama para poderla mostrar en los carteles y en las marquesinas. Ahí hizo concesiones y bailó mambos y rumbas, sin ser ni pertenecer al sector de las rumberas. Ellas, estaban perfectamente bien identificadas.
Debutó ese mismo 1947 en la cinta Nocturno de amor, con Miroslava y Víctor Junco. Meteóricamente, un año después ya era protagonista de Han matado a Tongolele, con David Silva y dirigida por Roberto Gavaldón. Luego vinieron varias con Germán Valdés Tin Tan, destacándose El rey del barrio. Y otra veintena con muchos más. Con las grandes figuras de ‘la época de oro del cine mexicano’. Yolanda no sabía ni quiénes eran. Sólo interactuaba con los que hablaban inglés… Pedro Armendáriz, Fernando Fernández, el propio Valdés, el Pachuco de oro.
Las hostilidades de las autoridades y el regente Ernesto P. Uruchurtu
Tongolele se convierte en cabeza de cartel. Lo que nadie sabe es que tiene 16 años. Es menor de edad y un día se descubre que, audaz, falsificó todos sus papeles. Se puso 21 para poder viajar a México y trabajar sin presencia, permiso ni supervisión de sus mayores. Tiene que regresar a Estados Unidos pero es tal el éxito acá, que productores y poderosos se encargan de regularizar todo para que obtenga su pasaporte legal. Casi instantáneamente encumbrada, trae a vivir con ella a su madre y a su padrastro. Trabaja a triples turnos en teatros, en el cine y en los mejores cabarets de la época… el Club Verde, en el Waikikí, en el Río Rosa, La Fuente, etcétera.
A los 18 años es madre soltera de unos gemelos, Rubén y Ricardo. Los recibe su médico, protector y mentor cultural, el poeta jalisciense Elías Nandino. Nacen en noviembre de 1950 y se convierten en los dos motores principales para seguir volando. En 1956 se casa en Nueva York con su bongocero, Joaquín González, entrañable. Su compañero artístico, su compañero de vida y padre para sus hijos, durante 40 años, hasta que muere en diciembre de 1996.
Ella se va de gira con Joaquín. Deciden no quedarse más en Cuba y tardan más de un año en poder sacar a sus hijos, con visa mexicana, que estaban en un colegio militar. Los sacan por Jamaica, a donde va por ellos.
Del cine de rumberas a las películas de luchadores y mujeres pantera
Rola trabajando por Europa, se instala en España y, en 1964, decide regresar a México, de donde nunca quitó su casa. Nunca se le olvidó al gran público. Vienen entonces los éxitos –que serán por años– del recién inaugurado Teatro Blanquita. Ahí trabaja con Marco Antonio Muñiz, José Alfredo, Javier Solís, Lucha Villa, Armando Manzanero, Ma. Elena Velasco La India María, Carlos Lico, Angélica María, Enrique Guzmán, César Costa, Alberto Vázquez, Manolo Muñoz, Johnny Laboriel. En la década de los setenta hace una recordada temporada en el cabaret King Kong, de la colonia Guerrero.
En 1967 se sube a la ola de las películas de luchadores y hace Las mujeres panteras; en 1969 es dirigida por Emilio El Indio Fernández en El crepúsculo de un Dios; en 1981 participa en el filme Las noches del Blanquita, con guion del dramaturgo Hugo Argüelles; en 1982 tiene su única participación en el cine de ficheras, en Las fabulosas del reventón y en 2012 participa como ella misma en El fantástico mundo de Juan Orol, que es la última de la filmografía. En el camino acepta actuaciones especiales en un par de telenovelas, como lo hicieron otros grandes iconos ante el declive del cine.
Por esos tiempos, cosa que pocos saben, graba con la CBS diez temas del que será su único disco, Tongolele canta. Otra vez las autoridades. Unas horas antes de la presentación le cae Gobernación con agentes y cancelan todo. Su permiso de migración dice que tiene permiso para trabajar como bailarina. No como cantante. La disquera se dobla. Y el disco jamás sale a la luz en la radio. Se salvan algunas copias que andarán por ahí. Una estaba en la casa que siempre fue de Yolanda, la de la calle de Amatlán en la Condesa. A la vuelta de Juan Escutia. Donde recibía cada Navidad a Celia Cruz y a su vecino y amigo perpetuo Iván Restrepo. Donde tenía su estudio de pintura y escultura –su otra gran pasión artística– en el tercer piso.
‘Tongolele’ siempre negó ser una exótica
Detestaba el adjetivo de “exótica”. Aún cuando con ella se había inaugurado ese subgénero artístico en el teatro de revista o de cabaret. Antes había cantantes, cómicos, vedettes, rumberas y a partir de Tongolele –y todas detrás de ella–… las exóticas. Lo entendí cuando me explicó que en Estados Unidos, su terruño de nacencia, ‘las exóticas’ eran las encueratrices del ‘burlesque’. Me ocuparé el resto de mi vida en explicar entonces que tú no eras ‘exótica’: eras, eres y serás ‘insólita’, le dije juguetonamente. “La compro”, respondió con una carcajada. Y me dio un abrazo. Me sentí el mero Tin Tan.
Me la “regalaron” los célebres bailarines cubanos que echaron raíces en México, Roberto y su esposa Mitzuko, en su casa de calle de Málaga, en la colonia Insurgentes Mixcoac; ahí fui convocado a pasar incluso un Año Nuevo, con Tongo, su esposo Joaquín el mago del tambor y la también bailarina isleña Angelita Castani. Tenían una añeja fraternidad. Cuánta música, cuánta yuca, cuántos tostones –de plátano frito–, cuántas risas, cuánta alegría, cuánta lucha por la vida, cuánto exilio, cuántas historias.
Redacto esto al tiempo, recuerdo cosas que había olvidado. Ella en un cumple, con Joaquín y su nieta, porque se la habían encargado. Era una chiquita de dos años, quizá. En la sala, ya entrada la tarde, quería presumir algo más que una gracia infantil. Joaquín comenzó a hacer percusiones con las palmas sobre la mesa de centro y la niña comenzó a contonearse, sutilita, embrujadita… largos minutos. Todos callados. Con la modestia que jamás perdió, Yolanda, en sus setentas, dijo, “ahora sí, creo que al fin trascendí”.
Y miro el pequeño cubo plateado de metal para poner fotos, con el que llegó al bautizo de mi hija. “Ponlo siempre en su buró, es una orden”. Está en mi librero y sin fotos. Ahora que es espíritu puede ser que haya llegado el momento de acatar. No vaya a ser.
Su sencillez era inaudita. En el más hondo sentido de la palabra. Elegante. Discreta. En sentido contrario a su imagen artística, no era una ombliguista de risas vulgares… Era de una educación inaudita, refinada, serena, fina. Era una socialité. Muy activa. Era convocada para alhajar lo mismo un estreno teatral, el inicio de temporada de un circo, que un concierto o una actividad modesta a beneficio de la Asociación Nacional de Actores o de la Casa del Actor. Estaba en la inauguración de una exposición de José Luis Cuevas o en un estrado, presentando un libro al lado de Carlos Fuentes o Gabriel García Márquez. O igual me la encontré como invitada de honor en aquel mitin de Colosio (que la reconocía y la saludaba con devoción desde el podio) en que habría sellado su muerte con el duro discurso que pronunció al pie del Monumento a la Revolución, dos semanas antes de su asesinato. Iba sin interés. Por educación, correspondiendo a la mayoría de las invitaciones. Su presencia, silenciosa, embellecía.
“‘Tongolele’ no es un vicio. Es un símbolo…”
Se convirtió en un referente para análisis intelectual… Y así, en un personaje de culto. Aparecía mencionada en Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco. O Efraín Huerta la evocaba, como el factor que hizo época: “Tongolele, no es un vicio. Es un símbolo… si a ella no se le hubiera ocurrido hacerse pasar por tahitiana, recrear ciertos movimientos y vestirse lo menos posible, aún estaríamos en los buenos tiempos de las emperatrices de la opereta… desde José Vasconcelos, nada había turbado tanto el ánimo de los pachorrudos mexicanos, como Tongolele y el existencialismo”.
En su prólogo para el magnífico libro de Arturo García, No han matado a Tongolele (La Jornada Ediciones), dice Carlos Monsiváis: “Tongolele baila y apacigua el volcán, salva a la comunidad. Evita la destrucción de la gran aldea. Los tambores anuncian el castigo. Las rotaciones de cadera presagian el sacrificio de la doncella. Los tambores insinúan relámpagos y horizontes de sangre. Tongolele regala sus movimientos mientras la ira de los dioses se convierte en el aplauso del respetable público”. Unos párrafos más adelante, agrega: “ver a Tongolele es un deber citadino, y un sinónimo de felicidad urbana es conseguir mesa o butaca en donde se presenta”.
Casi 80 años después del estremecimiento que provocó su irrupción, Iván Restrepo, por encargo de la familia, dio a conocer en un doloroso párrafo su muerte, acaecida el pasado domingo 16 de febrero: “Murió mientras dormía, acompañada por la familia y en la tranquilidad de su casa”.
La censura fue su mejor promotora. Por eso en la mayoría de las películas le taparon el ombligo. Fue pecado sin ser pecadora. Pero creía en los espíritus que la protegían y creía en la reencarnación. De manera que si así son las cosas, una mujer como ella, ciertamente resurgirá. No antes de mil años. Y hará temblar lo que tenga temblar.
GSC/ATJ