Don Rafael lo dice con viveza: "Nos mandaron a los negros (policías estatales) hace como una semana; solamente si le hace falta agua a Guadalajara se acuerdan de que esta región existe y de que por aquí pasa un canal".
Un forastero podría confundirse: parece que se trata de uno más de los muchos drenes contaminados que atraviesan la demacrada geografía nacional, para qué tanto escándalo. Pero los policías patrullan constantemente y tratan de identificar cualquier ladrón de la preciada agua negra, señala el irritado lugareño; es que esta agua llena de gérmenes, invadida por un verde tapiz de lirio y por estallidos de tulares en las orillas - lo que demuestra su enorme carga orgánica suministrada por drenajes de decenas, cientos, tal vez miles de localidades desde los comienzos de la cuenca del Lerma, a unos 700 kilómetros de distancia, y no se diga de estas mismas poblaciones: Atequiza, Atotonilquillo, Poncitlán, Zapotlán del Rey, Santa Cruz, Cuitzeo...- en cierto modo vale más que piedras preciosas, sobre todo cuando la gran metrópolis la demanda para aplacar los calores extremos de abril, no en balde, "el mes más cruel".
Se trata del muy famoso y paradójicamente poco conocido canal de Atequiza, un brazo artificial alimentado por el río Santiago, recién nacido en el lago de Chapala, pocos kilómetros atrás; si bien, no compite con los fastuosos paisajes que talla el río al embarrancarse al norte de Guadalajara y luego discurrir furioso entre enormes embalses artificiales, en su carrera hacia las quietas marismas de la costa nayarita, probablemente sea el tramo en el que la corriente pluvial otorga más servicios a las comunidades humanas, históricamente, a través del riego agrícola, pero sobre todo, a partir de 1956, cuando se puso en operaciones, por medio del viejo sistema de presas Poncitlán-Corona, el canal de Atequiza, una cicatriz que corre paralela de este a oeste a la ruta del ferrocarril y luego tuerce hacia el norte, para ingresar a la ciudad por el sur en la planta potabilizadora número uno.
Sin esta obra Guadalajara no habría sido lo que es. Fue la fuente primordial del agua de la urbe durante casi 30 años, justamente los identificados como el auge social, económico y cultural de la perla tapatía. En 1985 fue sustituida –habida cuenta de sus numerosas desventajas: no es un canal confinado, se contamina fácilmente y pierde agua al evaporarse en la larga conducción hasta Las Pintas- por el acueducto que lleva del lago más grande del país el precioso líquido en volúmenes apenas menores a los 200 millones de metros cúbicos anuales, a la capital de Jalisco.
Pero los administradores del agua en la ciudad se acuerdan periódicamente, durante los meses de sequía, que el canal existe; si el acueducto de los años 80 no puede llevar toda el agua demandada, esta ruta larga y escasamente mantenida, es la salvación. "El Siapa desde siempre dijo que se iba a hacer responsable de que no fuera un problema para nosotros, pero no hace nada: está infestada de lirio y nos trae muchas enfermedades; aquí en Atequiza hemos tenido dengue porque todo el canal está lleno de mosquitos por tanto lirio y tanta contaminación", añade don Rafael.
Kilómetros hacia el este y hacia el oeste, el agua permanece oculta entre los tupidos boscajes anfibios. Por eso se ha debido contratar maquinaria moderna para reabrir el flujo obstruido. Siempre es polémico, porque es agua sucia, altamente expuesta y por ende, cara en lo económico y lo ambiental. Pero en situaciones límite, los recursos más caros son los que no se tienen. Y mientras Guadalajara no resuelva sus conflictos por el recurso en una gestión integral, inteligente y "resiliente", será la llave para mitigar crisis temporales. Y se defenderá con gendarmería y alta tecnología, como si esta agua casi siempre olvidada fuera más preciosa que el oro.