Daniel está frente al Torito, dispuesto a cumplir las horas de arresto que le faltan por cumplir cuando aquella noche, al salir de la fiesta de fin de año de su trabajo, fue detenido en el alcoholímetro. En aquella ocasión un amparo en la madrugada lo había liberado. Ahora vuelve, en pants, con lentes y una actitud echada pa'lante para no pensar en el tiempo, que se va de prisa cuando hay gozo, pero no es el caso.
Baja de la patrulla que amablemente le ha trasladado, como Uber, desde su casa hasta este recinto que nadie conoce como Centro de Sanciones Administrativas y de Integración Social a primeras horas de la mañana. El sol apenas se asoma por el oriente cuando se abre un portón blanco de lámina. Son los rumbos cercanos a Tacuba, colonia San Diego Ocoyoacac, zona que no precisamente tiene fama de segura.
—Pásele por acá, joven. ¿Viene a pagar horas de alcoholímetro?
Pues sí, pero ahora la sobriedad avergüenza a Daniel, a diferencia de la madrugada de aquel viernes cuando tramitaba el amparo liberador, sonriente, como si hubiera hecho una gracia. Intenta charlar con los custodios, pero el turno nocturno ha sido rudo y rezan para que ya termine.
A la aduana: todo objeto con el que se pueda agredir al prójimo o incluso a uno mismo es recogido en la entrada. Allí quedan agujetas, monedas, celulares, cadenas, llaves, cinturones, mochilas, bolígrafos... En fin, pa’dentro solo con sus tenis flojos, pants y suéter gris.
Sigue un paso obligado: el servicio médico, para constatar la condición física del remitido. El profesional de bata blanca pide los generales y se limita a tres preguntas:
—¿Sufre de alguna enfermedad?
—¿Alergias?
—¿Cuánto tomó?
Daniel responde y el doctor se limita a una sonrisa burlona, no hay acercamiento físico y ni siquiera una mirada indiferente.
Sigue el trámite: los hombres para un lado, las mujeres para el otro.
El intenso calor del amanecer provoca que los dormitorios, donde hay decenas de cautivos acurrucados, despidan olores que van desde finas esencias hasta los más fétidos humores. Por allí ve que hay una colchoneta libre en el suelo.
—Acomódese —suelta irónico un custodio—. Como ese espacio no le da confianza en términos de higiene, decide buscar otro.
Encuentra lugar en la sección C, donde los cerca de 20 parroquianos que aún duermen la farra sostienen un duelo de ronquidos, pero nadie despierta; un custodio le pregunta si no le agradó la suite anterior, siempre con ese tono de burla de los vigilantes al hablar con los internos. Por fin halla un lugar en la celda 2.
Un agrio olor sale de los sanitarios, se extiende hasta la última estancia y penetra las fosas nasales. Se acurruca sentado y evita que su cabeza toque el colchón: no vaya a ser que haya piojos. Dormita un poco hasta que un grito lo saca de su letargo.
Todos al patio. Estancia por estancia, varios custodios —a los que algunos llaman cuervos por sus ropas negras— sacan hasta al último de los pillados. El sol ya calienta, casi las ocho y media de la mañana, y los rostros evidencian la huella de la batalla nocturna: cabellos revueltos, ojos rojos, transpiración con particular tufo a crudo, manos en los bolsillos, figura encorvada y andar parsimonioso.
Siguiente parada: el salón de usos múltiples para una plática con personal de Alcohólicos Anónimos. Pero algunos no pueden con el cansancio y dormitan; cuando un guardia los descubre, pega un grito que los hace reaccionar de un brinco.
—Nadie puede dormir —dice un cuervo—, es por su bien: no queremos que se ahoguen con su vómito.
—¡Qué mala leche! —responde un bebedor.
Después, todos al comedor: el desayuno. Sirven algo parecido a comida para gato, porque su olor y consistencia son idénticos, lo que hace recordar a Daniel a su mascota. Gracias al sabio consejo de un camarada con experiencia, opta por no probar bocado. “No querrás ir al baño”, le advierte su nuevo amigo. No se equivocaba: fetidez al extremo.
Otra vez todos al patio, relajo y escandalera. Daniel hace migas con uno que otro noctámbulo que cambia su amistad por un cigarrillo que venden en la tienda dentro de las instalaciones —pero eso sí, al salir se hacen las cuentas para pagar lo adquirido—, platican de las veces que han caído y sus aventuras aburridas, lo que a la larga harán más sencillas las horas de retención. Historias similares contadas en el patio: “Era sábado y me puse necio, quise manejar, mi señora me decía que no, pero yo terco. Me atoraron en Reforma. Pagué amparo y después me hice bien güey, pero los polis cayeron ayer a mi casa porque era requerido por el juez”.
Los cuervos interrumpen: “¡Al salón de usos múltiples!”, vocifera uno. Pregunta Daniel si es forzoso, pero no hay respuesta, por lo que se dirije al sitio. En la pantalla análoga y con dvd pirata les imponen una película “con gran mensaje”, dice la trabajadora social. Dormita sin ser descubierto.
Un camarada se le acerca y susurra: “Hay una biblioteca al fondo”. Daniel se levanta, atraviesa el patio, pasa una puerta blanca y entra a un lugar sombrío, frío y con hedor a humedad. En los estantes hay revistas de moda y espectáculos, libros sobre anatomía, astronomía y superación personal, algunas novelas, incluso poemarios de Benedetti. Los pocos que ahí se congregan en una mesa vieja hojean de preferencia Tv Notas.
La sesión de lectura es interrumpida por la “semana de la salud”: dos médicos con apariencia de veterinarios forman a los caídos en el patio porque van a una revisión gratuita. El examen causa nerviosismo entre los compañeros, por lo que varios prefieren asistir a las regaderas —un tubo viejo y oxidado— para tratar de eliminar el mal olor de los pies, cuando se quitan los zapatos para la exploración. Obvio, malas caras de los médicos.
Llega la hora de la comida: otra vez comida para gato. Daniel prefiere un rincón del patio porque no está dispuesto a probar bocado. Varios de sus nuevos amigos se suman al ayuno. Terminados los alimentos, cada quien está obligado a lavar sus trastos: “Ni en mi casa. Mi vieja estaría orgullosa”, suelta una voz anónima que provoca carcajadas. Otro alega que el chef no tiene buen sazón. En ese momento Daniel se entera que el precio por cuadrito de papel higiénico es elevado; piensa en hacer negocio si vuelve a caer.
Entre chistes y películas pasa lento el tiempo, pero por fin llega la noche. Viene la cena y después la última actividad del día, ahora en el comedor. “¿El postre?”, bromea el chistoso del grupo. Una mujer de edad avanzada, con un rosario en una mano y crucifijo en la otra, como si fuera a practicar un exorcismo, entra al lugar. Habla de religión, de las ventajas de creer en el santísimo y de lo pecaminoso que es tomar en exceso. Entonces un hombre de edad avanzada le hace segunda para culminar aquella plática.
Daniel no puede más, se levanta dispuesto a salir, pero un custodio lo intercepta:
—¿Pa’dónde, mi rey?
—Ya es demasiado –contesta.
—No, pos las actividades son a juerzas, es castigo. Órale, pa’dentro.
Al terminar la bonita plática viene el pase de lista. Son las ocho de la noche, momento de pernoctar. Todos son congregados en el patio: “Los que están por alcoholímetro se forman del lado izquierdo; los que vienen por otra razón (tomar en la calle, peleas, orinar en vía pública, revendedores, exhibicionistas, chemos y otras faltas administrativas) en el derecho”. Los más de 90 recluidos se organizan y se van a las celdas.
A lo largo del día se escucha una y otra vez la misma frase en distintas voces y tonos: “Me cae que saliendo de aquí, carnal, me voy a poner una buena peda”.
Pasada las 10 y media de la noche una voz convoca al patio: “¿Daniel Guevara Martínez? Pa’fuera, ya cumplió”; aún corrijo sus generales: Martínez Guevara. Eso no le importa a la voz. Daniel se despide de sus camaradas. Se acomoda los lentes, se peina y camina hasta la puerta mientras piensa: ¡Para la otra pido taxi!
Al salir le cae el veinte: se asume como uno más de los miles de borrachines que caen en el Torito.