Tenía diecisiete años cuando Esteban comenzó a elaborar con sus manos algunas artesanías. Las fibras se deslizaban por sus dedos y comenzaron pronto a contar la historia de su pueblo lleno de vida. Bastaba acercarse al río y cortar un poco de lo que los árboles le ofrecían. Del sauce, el álamo, el carrizo o la palma, tan pronto moviera sus dedos podría vender cruces un domingo de ramos o sombreros y hasta sillas en las ferias, sin olvidar tejer algunas canastillas que en el pasado se utilizaron para atrapar peces a orillas del Nazas.
Esteban González Cruz hasta hace poco mantenía la tradición junto a su hermano Martiniano, quien falleció recientemente. Hoy es el último tejedor en Villa Juárez, ejido de Lerdo, Durango, y se enfrenta al reto de compartir sus saberes con jóvenes que relacionan este oficio con la pobreza y constantemente son tentados a sumarse al crimen o trabajar en una maquila, donde por depositar sus vidas en la nave industrial se les ofrece a cambio un trabajo enajenante con algunas prestaciones.
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Materiales son su otro obstáculo
Si la tradición depende de sus manos, Esteban a lo anterior debe sumar que los materiales para hacer su trabajo, esos que debe ir a cortar, limpiar e incluso cocer, los consigue río arriba o están en sitios que son considerados reservas ecológicas y por tal motivo no los puede extraer, en tanto que ninguna autoridad en Durango, ni siquiera la de su ejido, considera sus conocimientos como prioritarios aunque sean herencia de sus ancestros y patrimonio cultural inmaterial.
“Yo tengo viviendo en Villa Juárez como cincuenta años, pertenezco a una familia de artesanos y tenía como unos 17 años cuando comencé. Mi papá me enseñó. En mi casa sí había artesanos pero ya todos se acabaron… ya nomás quedó yo, y sigo trabajando las fibras pero vamos hasta Carranza o Paso Nacional, incluso a Nazas. Ahí la cortamos porque se da de manera natural”.
Esteban dijo que para poder tomar las fibras en el pasado contaba con un permiso de la Semarnat, pero debido a que los artesanos poco a poco se han ido y no han heredado sus saberes, se considera, de nueva cuenta, que no es importante el impulso al oficio.
“Yo sigo haciendo mis canastas, por ejemplo en estas me tardo dos horas y como esas valen 80 pesos, las vendo en el Mercado Juárez. Otras cosas más elaboradas son encargos sobre pedido, por ejemplo las sillas; un silloncito sale en 800 pesos porque se tarda uno al menos tres días”.
“Yo estoy en esto solo, no hay quien me ayude. Las nasas son algo decorativo porque no se usan para pescar, para ellas se necesita el sabino, o por ejemplo en estas (canastas), se necesita el tarais o sauz, mimbre o madera, que aquí no hay nada por la termoeléctrica, todo está muy seco”.
Esteban busca entre las ruinas de lo que fue un río vivo, es decir, en lecho seco de lo que fue el paso del río Nazas por su comunidad, lo poquito que queda de materiales entre arenales, mismos que constantemente se ven saqueados por conductores de camiones materialistas que recogen arena y cascajo dejando el suelo lleno de huecos. Y hasta en esos sitios es cuestionado toda vez que sus nuevos vecinos, citadinos que han puesto casas campestres a los alrededores, cuestionan su forma de vida e incluso le llaman a la policía para evidenciar la extracción de fibras, sin cuestionarse el colocar viviendas en los márgenes de un camino que cuando necesite, el río retomará sin remordimiento.
Sobre las estrategias que pudieran implementar alguna asociación civil, dirección o secretaría de cultura para que le enseñe a los jóvenes a tejer, don Esteban dice que hay funcionarias interesadas, pero contingencias como la pandemia han impedido los planes y programas, aunque él siempre está puesto.
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aarp