La mujer sin rostro en Oaxaca

Crónica del 8 de marzo

Cientos de mujeres se congregaron en la ciudad de Oaxaca para expresar la indignación, pero también para acompañarse durante la movilización por el Día Internacional de las Mujeres.

Quema de monigote en Oaxaca. (Eva Bodenstedt)
Eva Bodenstedt
Oaxaca /

El humo del copal sobrevuela las cabezas de las mujeres con y sin el rostro cubierto. El panteón principal de la ciudad de Oaxaca a espaldas de todas guarda silencio. Un grito de Vámonos se une a la nube de la tradición que huele a México.

En los rostros están todas las naciones, Oaxaca es una ciudad cosmopolita y las edades son también todas. Al grito unánime se suman sonajas y un tambor que serán muchos a lo largo de la larga avenida Morelos que llegará a García Vigil, donde a la vuelta de la esquina está la hermosa Catedral que verá a su entrada cómo se quema el monigote de jeans que en silencio acompaña al nutrido contingente subido en un carrito de supermercado al lado de botes llenos de denuncias que van metiendo las mujeres a lo largo del camino.

Lleva el rostro de un femenicida de un lado, y del otro, el del gobernador Alejandro Murat, que en la marcha encubre al hombre que mandó a rociar de ácido a la saxofonista María Elena.

En lo alto se asoman entre sombrillas, sombreros y capuchas, los cartones con las palabras de lucha que enmarcan el problema por un lado y resumen por el otro, lo que implican ser hoy las mujeres: “Somos las nietas de las brujas que no pudieron matar”.

Actos-consecuencias, tan claro como el agua limpia, una especie nueva de ying yang que marcha y que en cada paso engulle y contagia la rabia contenida de muchas vidas sometidas al miedo ante la ya hoy quebrantable violencia de los hombres contra las mujeres: ¡Abajo el patriarcado!, dice una voz de mujer y el eco es corto y conciso.

Un grupo de cuatro nos miramos, una lleva herido el labio y el ojo. ¿Qué te pasó? Maquillaje para mostrar cómo empiezan y cómo terminan las cosas -me responde-.

A ello le sigue la otra voz, y la otra y así sucesivamente las voces cuentan una corta historia, de un párrafo, en donde más de un hombre, somete. De las cuatro, sólo una se queda callada sin historia de género por compartir o querer compartir.

Y la primera que habló, casi cierra el encuentro con un “Si yo salí adelante, todas podemos salir adelante, el sol sale para todos, sólo para las que ya no están, y por eso estoy aquí, con lo de Fátima, no me podía quedar en casa, esto tiene que servir”.

Las cadenas se están rompiendo, pienso para que ella concluya mostrándonos lo que lleva a diario para defenderse: gas-pimienta -se compra por internet-, y el chirrido, un aparato que hace mucho ruido, y además, hoy, el silbato; otra enseña en su mochila el cuchillo que le da su madre todos los días diciéndole que si lo cacha la policía, prefiere recogerla en la cárcel que en la morgue; la otra lleva el pica-hielo oxidado para que lo atrapen en el hospital a donde va a ponerse la vacuna contra el tétano”.

Como cartas de lotería aparecen las herramientas de defensa antes de iniciar a fluir hacia el centro como un río en cuya ribera hay hombres que lo miran desde las azoteas y los balcones atrapados en quién sabe qué pensamientos.

No se habla con ellos, están afuera, en ese lado en donde también se escuchan las consignas, la más fuerte, la que todas terminamos gritando hasta que se agota la voz: “Señor, señora, no sea indiferente , se mata a las mujeres en la cara de la gente”; otras se repiten y se entretejen con los Hai Kus en las pancartas. “Verga violadora, a la licuadora” / “Ni estoy histérica, ni estoy menstruando, grito porque nos están matando” / “Marcho porque estoy viva y no sé hasta cuando” / “Mami, si mañana no regreso, búscame en las estrellas” / “Abuelas marchando, también están luchando” / “Niñas marchando, también están luchando”…

La serpiente mujer de río y de furia se detiene de vez en vez para comenzar a gritar cantando todas las consignas. Y sucede el tiempo suficiente para sentir sin más palabras, que por todas ha pasado esa locomotora que hiende hierros en lo más profundo del ser, y que arden en la memoria, no de calor, sino de un gélido desprecio por uno. “Quiero volver a casa libre, no valiente”.

Antes de tomar a la izquierda hacia la Catedral, se detiene la marcha largo rato, lo suficiente para que en las riberas se asomen ahora turistas, en sus rostros hay un profundo silencio y en sus gestos comienza a elevarse también esa fiebre que uno siente, esa que sube como agua de mar en luna llena hasta los ojos, y brota como agua salada por los rostros, sí, la gente está llorando al lado del río en su conjunto por cientos de años, siglos, maltratado.

“Si no respetamos nada, ni a la naturaleza, ni a la madre tierra, ni a nosotros mismos, nos va a cargar la chingada”, se escucha en la esquina, junto a la señora que lleva una hermosa foto de una niña sonriente y alegre, hermosa también, cuya madrasta la envenenó.

Las flores están en una mano, el puño en la otra, que aún no se levanta, que aún no llega, que aún no cruza la avenida Independencia, que de la nada se me aparece como el ruedo del otro lado del burladero en la plaza de toros, nosotras somos el toro, y del otro lado, la fiesta dominical, hay racimos de globos en el aire, la tarde empieza a caer también hermosa sobre la Catedral, ¡todo tan bello, tan alegre, los niños jugando, el domingo de misa!, y las mujeres heridas esperando la orden para entrar en calma, tomando al toro por los cuernos, ¡de qué otra manera sino así!, con la rabia contenida en los cuerpos, solo apareciendo en la voz, en los ojos, hacia la entrada del gran templo, al que señalan como el violador. 

Ahí yacerá rociado de alcohol, el monigote que sacaron del carrito para entregarlo a un infierno del cual todas quieren salir, al cual todas quieren aniquilar. Y se inmola dentro del silencio. Entonces la voz vuelve a emerger: “la esperanza nos acompaña por ver cómo las mujeres revindicamos no vivir con violencia para nadie. Aquí está la manada, si tocan a una, vamos a responder todas…”.

Reinician los tambores y le siguen los cantos de los indios que son ahora de todas nosotras cuando la palma de la mano toca los labios y la exhalación alcanza las colinas que rodean la ciudad y ase adentran en el templo donde la música sacra las escucha y las acoge allá adentro.

“Nunca más tendrán la comodidad de nuestro silencio”…

Ahora ya no es el copal, ahora son las pompas de jabón las que sobrevuelan las cabezas de todos del otro lado de la iglesia, donde la marcha ya es una con todos.

EB​

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