Escrita en primera persona, la novela Salón de Belleza de Mario Bellatin por su brevedad, se puede leer como una hebra y al final deja el cerebro vuelto un ovillo; caja de resonancia que hace eco no sobre una pandemia ni el fin del mundo sino al entorno de agonía de un hombre que sobrevive boqueando hecho vuelto un andrajo humano.
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El peligro crece, la enfermedad se arraiga en la mente de los hombres hasta la asechanza de hacerles caer a pedazos el rostro y así la cosmetología en el Salón de Belleza se convierte en metáfora de vida o muerte al servicio del engaño sobre el tiempo que avanza sin piedad y nos revela la realidad de la naturaleza humana que se marchita y acaba con todo rastro de cordura.
Los que recogen despojos
En la realidad que presagia hoy un estado de psicosis, la oscuridad abre la garganta etílica en los bares que escaparon a la clausura por el tecnicismo en el registro como restaurante. El horario cerró ya las oficinas y los comederos del primer cuadro de la ciudad, en el "centro histérico" de Torreón.
Así los peatones abandonaron la avenida Morelos y los basureros están hasta la madre de desechos. Dos hombres y una mujer en dos triciclos abren las bolsas negras que se dejaron frente a los negocios en las inmediaciones del Palacio de Justicia.
Pregunto. Y ellos se preguntan por qué. Soy una trabajadora que con el carro averiado se enfila como todo obrero al bulevar Revolución para esperar el autobús.
Ellos responden. Primero los que trabajan en pareja. Ambos recién desempleados. No dicen de dónde fueron desechados. Hace un mes pensaron que la basura de unos sería su medio de sustento, y así ha sido. Sin guantes ni cubrebocas escarban las bolsas malolientes y piensan que el coronavirus está en esas botellas de plástico con tapa que deben desenroscar para sacarles el aire junto con la saliva de quién sabe cuál candidato a estar sano o enfermo.
Ella se llama Delia
Y temen al apilarlas en su triciclo. Siempre el temor los mueve como la cadena que avanza en cada movimiento al echar andar el engranaje de los pedales. Porque el hambre es cabrona y obliga a bajar la guardia pero mejor vivir de la basura que morir de hambre. El hambre es cabrona pero más la persona que la aguanta.
Ella se llama Delia y mientras hurga en las bolsas negras comenta que no hay persona ahora en México que no piense en el coronavirus. Sus manos nunca se detienen. En su caso pesa más el hambre y el desempleo. Y aunque no le gusta lo que hace para vivir le permite ganar al menos doscientos pesos diarios. Quizá más que en una maquila pero sin prestaciones que le permitan amortiguar su vejez y tal vez luego alguna enfermedad crónica.
En el otro triciclo su compañero sentencia:
"No nos vamos a quedar aplatanados sin nada de comida y sin nada de alimento. Desde hace un año me dedico a esto con lluvia y frío y todo. Hace seis años perdí mi trabajo y comencé a moverme por el sector Alianza. Primero movía fruta pero luego tuve que entrarle a los botes a recoger la basura y sí, deja para comer pero uno no sabe qué va a encontrar: la fruta podrida, el vidrio, la jeringa de un vicioso. A eso estamos expuestos desde antes del coronavirus".
Los antros de Plaza Mayor
Dentro de un restaurant-bar gritan las voces a coro la canción de amor putrefacto que unos años atrás los gordos de guaripa llamados Intocable masificaron: te he llorado a tu amor maldito…
La Plaza Mayor y su hormiguero humano se ve chiquita ante el mundo de problemas que cargan estas personas. Solo él y su esposa saben lo que han vivido por seis años cuando decidió recoger basura para sostener la casa que no sólo genera el gasto de renta y servicios, sino atención para el hogar y gastos de salud para ambos que no tienen otro tipo de apoyo.
Es así como cobra relevancia la explicación del secretario de Salud Jorge Alcocer, cuando asegura que deben ser considerados los factores económicos y sociales al tocar el tema de las medidas preventivas en México ante la presencia del Covid-19, pues las acciones que se realizan en países del primer mundo no pueden ser implementadas o incluso impuestas en un país donde más de la mitad de la población, es decir, 50 millones de habitantes, permanecen en la pobreza extrema.
Tras la recolección los tres se mueven a vender lo reciclado. En la oscuridad se escucha la voz de uno de ellos: "Y escríbalo. No es cierto lo que dice AMLO. No se anticiparon las pensiones y nos dejaron botados en medio de un toque de queda".
Esmeralda entre los escombros
Esmeralda Leticia salió temprano de casa, justo luego de decretar la fase dos de la contingencia, y en el triciclo montó su hija, una pequeña de once años de edad.
"Tengo más de diez años haciendo esto", dice sin titubeos. Ambas se ven pulcras, su carrito también. Y aunque agrega que todo mundo le tiene pánico al coronavirus ellas deberán salir cuando todo mundo les exige confinamiento en casa.
Admite que en las bolsas de basura doméstica que ella abre debe recuperar los botes de cerveza y embotellados de las cocas en medio del papeles sanitarios con excremento, orina y fluidos nasales, así como la sangre depositada en las toallas sanitarias. Ambas sin guantes, levantan la basura para colocarla en su triciclo.
"No es que uno no piense, sí podríamos infectarnos con los papeles con moco pero, ¿de que vamos a vivir? Al día sacamos pos unos doscientos pesos, con eso compro para darle de comer a los niños que nomás la tengo a ella y otro niño de catorce; ella casi nunca viene, el niño a veces sí me ayuda pero ahorita como anda malillo de la garganta lo tengo en la casa".
Esmeralda vive en La Amistad y vende lo reciclado en la carretera a Santa Fe, en la colonia El Pedregal. Sobre la compra de cubrebocas mencionó que acudió a varias farmacias y no hay ya más. Mientras conversa el ruido de lo que saca de las bolsas hace eco en el suelo.
Esmeralda le pide a su niña que sacuda los botes de yogurth. Lo mismo hace con otros plásticos de comida de donde sale olor a podrido. Pero Esmeralda no solo recoge basura en la calle. También sirve botanas en los juegos de fútbol.
"Esto si deja para vivir pero es poquito aunque es más que en otros trabajos. Yo le dedicó, no pos como ahorita, de las diez a las dos. Cuatro horas y todo el tiempo estoy en la casa porque como se paró lo del Estadio por el coronavirus, ahí vamos y trabajamos en el estadio; ahí vendemos botana, le trabajamos a una señora que nos da comisión pero en cada juego yo me traigo 700 pesos y mi esposo aparte se trae unos 2 mil".
RCM