Una sombra de carrizo y un horno de adobe en su cochera le permitieron a Gabriela Balderas Limón crear una tradición en la Villa de La Loma, en el municipio de Lerdo, Durango.
Ella junto a sus hermanas, su hija y su nieta que aún depende de los brazos de su madre, pone a la venta sus famosas gorditas de cocedor, pero además el clásico pan ranchero que moviliza a decenas de personas cuando la chimenea comienza a expulsar el dulce aroma de las empanadas de cajeta, o el olor a canela y anís de las semitas.
“Este es un buen negocio, pan casero, hecho con amor, hecho para mí misma, como si yo me lo fuera a comer, lo hacemos de la mejor calidad. El cocedor se prende entre las cinco y las cinco y media de la mañana y al otro día se prende más tardecito porque cambia; al horno lo prendemos dos veces al día porque lo que es la gordita lleva un proceso más caliente y el pan se hace con menos calor o con el cocedor más frío”.
Hecho con amor y pasión
Las manos de las mujeres demuestran una alta eficiencia y mientras algunas le ponen los guisos a las gorditas de cocedor, otras sacan del horno el pan dulce. Las charolas se quedan en poco tiempo vacías pues los clientes habituales llegan y comienzan a pedir por docenas con la intención de disfrutar el pan con la familia durante el almuerzo.
“La temperatura es al puro tanteo, hay veces que nos quema y otras le atinamos al punto pero es todo a ojo”, apuntó Gabriela que, mientras atiza el fuego, establece que la producción es variable pero hay días en que se amasan veinte o treinta kilos de harina de trigo para el pan.
“Vendemos nomás el martes y el viernes porque el lunes hacemos tamales y es una friega porque desde el domingo estamos preparando todo para el lunes; el martes toca el pan, el mandado se compra los sábados y domingos y los demás días a trabajar. Yo vengo desde la generación de mi abuela, porque ella hacía pan y yo desde chiquita vendí pan en una tina y con una cartera; salíamos yo y mi hermano por todas las casas a vender pan. Luego lo hacía mi mamá y la ayudábamos todos”.
Gaby creció en un ambiente de mucho trabajo y esfuerzo y no fue raro entonces que quisiera un cocedor, al final de cuentas el ejemplo se impuso y ella además ya sabía cocinar y sabía que tenía muy buen sazón.
“Mi mamá tiene uno grandotote y entonces le decía: Mamá, cuando usted ya acabe, ¿me hereda el cocedor? Y ella me preguntaba que cómo lo iba a sacar y yo pensaba en una pala mecánica, una mano de chango, pero al último me hicieron mi cocedor. Es una friega, a veces salimos con dolor en la columna vertebral pero afortunadamente comemos de aquí todas mi cuñada, mis hermanas y mis hijas y mis nueras”.
Orgullosa de su rico negocio, Gabriela dijo que a veces toca hacer mil tamales, pero ya se aproxima la navidad y esos mil pueden convertirse en cuatro mil. La familia se apoya solidariamente aunque no todas las mujeres quieren trabajar en esto porque el fuego es intenso y los ojos, la piel y hasta los cabellos se resecan por el intenso calor.
EGO